Decía
Sting que todas las letras de las canciones pueden resumirse en un pequeño
puñado de lugares comunes: me quieres, no me quieres, te echo de menos, te
engañé o me engañaste… La literatura se pretende más amplia, pero tampoco
consigue escapar a la repetición de los leitmotivs más eficaces. Escritores
diversos cultivan el mismo personaje, la misma circunstancia, el mismo
panorama, la misma atmósfera, con leves variaciones de contexto. Por norma
general, terminan en el altar de un mismo público.
Pienso
en Hesse o en Salinger, en menor medida en Camus. Sus maniobras son similares.
Sitúan una mente excepcional, superior, en un carácter turbado y desmañado, y
describen las magulladuras que sufre una inteligencia sin asidero. Una
inteligencia dolorosa. El vértigo inherente al que se sabe perdido (que no es lo mismo que estar perdido). Terreno propicio para la identificación
adolescente, sin duda, circunstancia que por otra parte no debe ser
derogatoria. Primero, porque no sólo no es indeseable para el autor sino muchas
veces buscada (Salinger es el mayor narrador de la adolescencia
autoconsciente). Y además, porque quizá haya más de adolescente de lo que se
quiera reconocer en aquellos a quienes verdaderamente describen las obras. Y si
una inteligencia así es una herida, la madurez equivale entonces a gestionar el
dolor.
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