No hay ninguna posición más despreciada que la
socialdemocracia. La necesidad de refugiarse en lo irreal está extendida
ampliamente, y esta mentalidad la convierte en la diana más odiada. Ninguna
ideología ha luchado más contra la utopía (esa profunda inmoralidad) que la
socialdemocracia.
La detestan los liberales puros, por entenderla como una
indeseable injerencia paternalista en sus vidas. Ay, los liberales. Dicen “sin
Estado”, y se imaginan en sus cómodas salas de estar con un vaso de whisky y la
calefacción. Como si la seguridad jurídica y el respeto a la propiedad privada surgieran
como las setas. También la odian los comunistas, a quienes no les importan los
logros (factuales) alcanzados, pues son incapaces de perdonar su papel de
optimizadora del capitalismo. En lugar de exacerbar las contradicciones del
sistema buscando su caída, la socialdemocracia lo corrige, lo mejora, y, por
tanto, lo apuntala. ¡Imperdonable! Con qué contumacia se afanan los comunistas
en señalar los errores socialdemócratas, diagnosticando de inmediato la
imposibilidad de sus planteamientos, y sin que se les caiga la cara de
vergüenza. Por su parte, el resto de opciones religiosas, desde el
conservadurismo hasta el nacionalismo, desprecia su falta de certezas absolutas,
de dogmas, su naturaleza reinventable y su defensa de la heterogeneidad diversa
dentro de lo común.
Algunos, conscientes de su propia insolvencia para plantear
alternativas, tratan de desvirtuarla desde dentro. La verdad se puede esconder
con silencio, pero también con ruido. De este modo, se reivindican
socialdemócratas intentando una labor de zapa (si la socialdemocracia lo es
todo, entonces no significa nada), o la usurpación de su grandeza. Hoy
escuchamos hablar en sus propios términos a los adversarios más enconados.
Hasta qué punto ha de llegar la pretensión de degradación, si incluso Lenin va
a terminar empuñando la rosa roja.
Al final, impostores o no, todos apuntan al mismo lado en
sus pringosos ataques. A su supuesto flanco débil. Desde los distintos púlpitos
de autoatribuida dignidad, la acusan de excesivo pragmatismo y de poco
ambiciosa. “Nosotros prometemos mucho más que una ideología de grises”. ¡Hay
que estar tan ciegos! A la única posición verdaderamente sincrética; a la única
auténticamente consciente de que no se puede tener todo, y a pesar de ello
capaz de no renunciar del todo a nada; a la única que, por carecer de un
catecismo férreo a implantar, es capaz de moldearse en función de las
circunstancias; a la única que asume como valores, no sólo no excluyentes, sino
de necesaria combinación, tanto a la libertad como a la igualdad; a la única,
en fin, que ha logrado, desde cualquier prisma que se quiera analizar, las
mayores cotas de prosperidad y bienestar que ha alcanzado la humanidad en sus miles
de años de historia, la ha de desmerecer la legión de tuertos monaguillos. Aunque
en cierta medida, se puede entender. El triunfo de la socialdemocracia es de
tal calado, tan obvio, que su asunción sin refugios resulta demoledora para los
adversarios, que no pueden prescindir de su derecho al pataleo. Bien está. Otros,
sin embargo, preferimos recrearnos en la belleza intimidatoria de la hegemonía
de lo real frente a las ficciones.