domingo, 20 de enero de 2019

Mourinho -(diciembre 2018)

Cuando la República romana se hallaba en horas bajas, los senadores solían sentir la tentación de echarse en brazos del Lucio Cornelio Sila de turno. Es decir, de un dictador temporal cuya mano férrea desterrase los supuestos vicios de autocomplacencia a los que siempre se achaca la decadencia de una institución. Resulta una tendencia bastante humana, anclada en cierto amor a la jerarquía y destilada verbalmente en la famosa frase de Spengler, según la cual a la civilización, cada cierto tiempo, sólo la salva un pelotón de soldados dispuestos a morir por ella.

Se equivocaría el Madrid si realiza esta lectura tan comprensible como básica. Un equipo sometido a tantas fuerzas centrífugas y centrípetas es imposible de catalizar de manera exitosa por medio del puño de hierro, más allá de períodos excepcionales y cortísimos. Los maoístas creían que podían planificar centralmente la economía, con resultado conocido. Los últimos Madrid ganadores, generados en torno a Ancelotti o Zidane, se resumían en avalanchas desordenadas de jugadores talentosos, vinculados en torno a su superioridad técnica más que por algoritmos espartanos. La teoría del caos es difícilmente regulable con escuadra y cartabón, y mucho menos con el látigo.

El atajo disciplinario siempre supone una tentación pero, como cierto populismo, ofrece soluciones virilmente simplonas a problemas de naturaleza más heterogénea y compleja. Bien haría Florentino en aprender de la experiencia y gastar su denuedo en renovar la calidad de los ingredientes diversos antes que en procurarse un capataz de simplismos atávicos.

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