jueves, 16 de agosto de 2018

Final de la Supercopa de Europa: Atlético 4 - Real Madrid 2

Corría el minuto 78 de partido cuando Marcelo intentó hacer un sombrero a Juanfran con una pelota que se iba fuera sin mayor peligro. Regalar el empate suponía una concesión asumible: lo que había que evitar era el saque de banda al área, dado que Keylor va muy mal por alto. Quince minutos después, en el instante fatídico de siempre para los atléticos, el lateral brasileño tuvo el tercero en sus botas y decidió intentar una volea imposible en lugar de controlar y batir a Oblak. Marcelo no es que escriba recto con renglones torcidos, sino que directamente se relaciona con el mundo de una manera superior e incomprensible, y así hay que quererlo.

Centrar las culpas en él constituye una infamia, desde luego. Porque, aun firmando con nombre propio los dos errores que entregaron el título a los colchoneros, fue de largo el mejor defensa del Madrid. Sirva para contextualizar un poco la envergadura de la catástrofe de Carvajal, Varane, Ramos y Keylor, quienes en el primer compás ya habían perpetrado el ridículo 0-1, y de ahí todo devino cuesta abajo. Mención aparte merece el camero: cuando Sergio juega mal yo me siento más desamparado que con la letra de la canción que comparte con Canelita, debido a la falta de costumbre de que, en un encuentro grande, cometa los fallos de soberbia autosuficiencia con que nos obsequia en escenarios menores. Aunque también puede ser que para este Madrid, inmerso en una borrachera de Copas de Europa, el resto de competiciones no lleguen a la categoría de aperitivo. 

Pese a todo lo dicho, durante más de una hora el equipo blanco fue superior, con Kroos portando la brújula y un Benzema liberado, repartiendo canapés exquisitos como la Preysler en una recepción. Faltó mordiente, con Bale intermitente, Isco fondón y Asensio indolente, como todos los guapos. La entrada de un Modric sin oxígeno y un Ceballos fuera de sitio no lograron incomodar del todo a un Atlético que, digan lo que digan sus fariseos trovadores, con Simeone siempre es sota, caballo y rey. Concretamente, de bastos. Aun así, el Madrid iba enfilado 2-1 hacia el título hasta los regalos cariocas. En la prórroga hubo amago de reacción, pero de inmediato saboteado inmisericordemente por el circo defensivo que nos deparó la jornada de ayer.

Se dirá que estamos en agosto, que fríamente no jugamos mal y que el resultado tiene un punto de engañoso. Se dirá que, por estadística, alguna final europea debíamos perder (la primera desde el 2000) y que, después de los rejonazos que les hemos metido a los rojiblancos, dejarles la pedrea no supone un negocio horrible. Se dirá que el proyecto necesita tiempo, y que cualquier pronóstico a estas alturas entraña un vaticinio sin visos de crédito.

Se dirán gilipolleces.

Hasta el más mesurado y racional socialdemócrata de sus seguidores (o sea, servidor), ve que el cráter de la salida de Cristiano ha dejado al club en una posición demasiado incómoda para reconstruirse desde la paciencia que uno podía esperar tras la racha histórica de triunfos recientes. El Madrid se halla condenado a renacer desde la épica y la ansiedad, en un eterno retorno a la casilla de la salida que no entiende de dinastías ni otras zarandajas yankees. El más difícil todavía, trece Copas de Europa después. Y, al mismo tiempo, un día más en la oficina.

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