LUNES
Toco el piano ante L. y encuentro mis dedos más oxidados que
nunca, sin que ayuden tampoco la fragilidad de las teclas y la altura del
asiento. Me digo que debo recuperar parte de mi habilidad, y amontono el
propósito junto a los seiscientos quince restantes previstos para mi vuelta
postvacaciones. Impaciente por apurar la semana que me queda, me permito salir
de copas un lunes en Logroño, algo que podría contar como hazaña si no
resultase hasta sórdido.
MIÉRCOLES
Almuerzo con compañeros mientras me muerdo las uñas por el
regreso del amigo que nunca falla: el Madrid. Que perdamos miserablemente la
Supercopa de Europa es lo de menos, el acompañamiento de mi equipo en tierra
extraña continúa suponiendo un alivio a prueba de todo desgaste. E, incluso en
la derrota, la grandeza madridista me ofrece motivos para la sonrisa: un amigo
atlético me dice que ha actualizado el móvil dos horas después del final del partido,
aún con la mosca detrás de la oreja. “Del
puto Madrid no hay que fiarse”.
JUEVES
Leo en los periódicos que ha muerto Aretha Franklin, la
protagonista de la mejor anécdota que conozco para reflexionar sobre eso que
llaman apropiación cultural. Una de sus canciones más famosas, “Respect”, la
había compuesto Otis Redding desde un machismo contumaz, con una letra que
reivindicaba el papel del varón como sustentador del hogar, y merced al cual se
consideraba con derecho para exigir respeto (en realidad, sumisión) a la mujer.
Aretha atribuyó un significado completamente distinto al tema, convirtiéndolo
en un himno feminista que reclamaba el mentado respeto para las mujeres, con el
éxito consabido.
El cabrón de Espada también coincide en destacar al icono feminista
en su blog, pero en su caso para buscarle las vueltas. Para Arcadi, la letra de
“A natural woman” (you make me feel…) es un torpedo en la línea de flotación al
sector más posmoderno del movimiento, y les reprocha que la admiren sin pararse
a pensar. A ver qué se supone que es una mujer natural, etcétera. Cierro el
portátil reafirmado en la idea de que se trata del provocador más brillante que
ha dado España.
VIERNES
La segunda travesía al Cantábrico en una semana me deja sin
teléfono y con un sablazo descomunal en la tarjeta de crédito. Segundas partes
nunca fueron buenas.
DOMINGO
En mi última preguardia antes de las vacaciones vuelvo a ver
Into the Wild. La primera vez que me enfrenté a ella, hace muchos años, me
resultó insoportable. Un pastiche repleto de tópicos infames: lo peor de
Rousseau, la estetización del desprecio a la sociedad por parte del pijo
individualista que lo ha tenido todo y no lo valora, un anticonsumismo forzado
y maniqueo, el citar literatos como un valor, la romantización de la pobreza…
Y, sobre todo, un aura de solemnidad impostada en la postura del muchacho que se
me antojaba absolutamente pueril.
Sin embargo, me reconcilio con la película en mi segundo
visionado. Álex parece ser presentado como un héroe aventurero en busca de la
libertad, pero en realidad se trata de una víctima. Su desmedido apego a la
naturaleza viene mediado por la artificialidad de los padres, que viven
envueltos en mentiras en pos de la respetabilidad social, lo que empuja al
pobre jovencito a la misantropía. Además, tantas lecturas en contra de lo
material y su condición burguesa le distorsionan la perspectiva, haciéndole
considerar ostentación casi cualquier cosa. El final, que había olvidado como
casi siempre me ocurre, muestra a un Álex consciente del error de su complejo
de Robinson, cuando al borde de la muerte comprende que la felicidad solo es
real cuando es compartida. La muerte adquiere entonces un poso de
trascendencia, de la que hubiera carecido si la intoxicación le hubiese llegado
al niñato de todo el film previo.
Antes de marcharme, cumplo mi promesa y regalo un libro de
Jabois con una dedicatoria más larga que la mayoría de los capítulos. Me
convenzo de que él estaría orgulloso.