domingo, 26 de julio de 2015

Limitaciones

La naturaleza del escritor es inevitablemente impulsiva, pues la escritura es una búsqueda instintiva de alivio. Un inconsciente acto de defensa, si se prefiere. Hay algo que reconcome el alma, un pensamiento que perturba, una inquietud que ronda, y se usa la palabra para arreglar el desaguisado, dando forma a lo inconcreto. Escribir es clarificar el problema, situándonos feliz y ciegamente por encima, como si exponerlo y hacerlo verbo equivaliese a resolverlo. Se trata de un remedio absolutamente insustancial y pueril, pero efectivo. El ímpetu de escribir aleja toda perspectiva, te hace sentirte elevado sin justificación alguna. Cuántas desazones he disipado candorosamente de este modo. Bendito bálsamo otorgador de plenitud.

¿Por qué, entonces, encuentro cada vez menor encanto en tal catarsis? ¿Por qué, con el paso de los años, ese ardoroso impulso paliativo, ese sencillo truco, ha perdido eficacia? ¿Por qué ya no sacia las leoninas hambres del espíritu? Tiendo a pensar que es por la adquisición de enfoques menos exaltados, más humildes. El alivio que aporta la escritura lleva aparejada una gran dosis de orgullo por la fiabilidad y la precisión en el uso de la palabra. No se es estrictamente consciente, pero el consuelo deriva de la autosatisfacción desmedida. El goce alcanzado es desproporcionadamente exagerado frente al logro obtenido. Sin embargo, poco a poco nos hacemos más sabios, y somos capaces de analizar más fríamente. Con el tiempo se sosiega el delirio, cuestionando la febril locuacidad pretendidamente genial de la que deviene el desahogo. Se gana perspectiva, se ponen los pies en el suelo, se huye del histrionismo y la locura, y, en esa dimensión tan asquerosamente juiciosa, lo que antes funcionaba, ahora resulta patético e inane.


La lucidez, una vez más (¡lo diré ciento!), arrebata la felicidad.     

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