La naturaleza del escritor es inevitablemente impulsiva,
pues la escritura es una búsqueda instintiva de alivio. Un inconsciente acto de
defensa, si se prefiere. Hay algo que reconcome el alma, un pensamiento que
perturba, una inquietud que ronda, y se usa la palabra para arreglar el
desaguisado, dando forma a lo inconcreto. Escribir es clarificar el problema,
situándonos feliz y ciegamente por encima, como si exponerlo y hacerlo verbo
equivaliese a resolverlo. Se trata de un remedio absolutamente insustancial y
pueril, pero efectivo. El ímpetu de escribir aleja toda perspectiva, te hace
sentirte elevado sin justificación alguna. Cuántas desazones he disipado
candorosamente de este modo. Bendito bálsamo otorgador de plenitud.
¿Por qué, entonces, encuentro cada vez menor encanto en tal
catarsis? ¿Por qué, con el paso de los años, ese ardoroso impulso paliativo,
ese sencillo truco, ha perdido eficacia? ¿Por qué ya no sacia las leoninas
hambres del espíritu? Tiendo a pensar que es por la adquisición de enfoques
menos exaltados, más humildes. El alivio que aporta la escritura lleva aparejada una gran dosis de orgullo por la fiabilidad y la precisión en el uso de la
palabra. No se es estrictamente consciente, pero el consuelo deriva de la
autosatisfacción desmedida. El goce alcanzado es desproporcionadamente
exagerado frente al logro obtenido. Sin embargo, poco a poco nos hacemos más
sabios, y somos capaces de analizar más fríamente. Con el tiempo se sosiega el
delirio, cuestionando la febril locuacidad pretendidamente genial de la que deviene
el desahogo. Se gana perspectiva, se ponen los pies en el suelo, se huye del
histrionismo y la locura, y, en esa dimensión tan asquerosamente juiciosa, lo
que antes funcionaba, ahora resulta patético e inane.
La lucidez, una vez más (¡lo diré ciento!), arrebata la
felicidad.
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