miércoles, 29 de julio de 2015

Fugacidad

A pesar de que habitualmente no somos conscientes, nuestra realidad es más frágil y efímera de lo que parece. Inmersos en el cómodo marasmo de lo cotidiano, vemos pasar la vida como una sucesión de cíclicas rutinas, y nunca empleamos un segundo en cuestionar el supuesto control que aparentamos poseer sobre nuestra existencia. En cierta manera, dentro de un marco y unas condiciones, tenemos asumida la categoría de omnipotentes; quizá no explícitamente, pero no por ello de modo menos soberbio. Sin embargo, un día cualquiera, un determinado aspecto que nos parecía de naturaleza imperturbable e inamovible, varía sin previo aviso. De repente, readquirimos la lucidez insensatamente ignorada y comprobamos con desolación que el ego nos engañaba, que nada dura eternamente, y, lo que es peor, que lo perdido no regresa jamás, y, si lo hace, será irremediablemente distinto.

Es por esto por lo que tenemos tanto miedo a los cambios. No sólo porque la nueva realidad pueda resultar menos gratificante que la anterior, sino porque ponen de manifiesto nuestra vulnerabilidad. Tiran del débil manto del ficticio dominio autoatribuido, y comprobamos con horror que el pretendido emperador siempre se halló desnudo, a merced de la tempestad. Es entonces cuando lloramos, impotentes ante nuestra debilidad, y en medio del crujir de dientes nos flagelamos por no haber aprovechado lo suficiente las circunstancias antes de que se diluyeran en el inalcanzable pasado, o por no haber hecho más para finalizar proyectos ya imposibles, en un lastimero ejercicio tan comprensible como patético.

No obstante, algunos, los más afortunados, con el paso del tiempo y el golpear de las experiencias, terminamos asimilando la levedad de nuestra posición. Aprendemos (a la fuerza ahorcan) a aceptar todo lo que nos sucede, ya sea con alegre entusiasmo o con cínica resignación, sabedores de que el derecho al pataleo puede consolar pero jamás reparar y que la adaptación a lo nuevo es el camino más corto para regresar al estatus del inestable bienestar. Incluso llega un momento en que conseguimos observar lo perdido no embargados de pena por lo irremediable, sino con un llevadero sentimiento de acogedora nostalgia. A veces, hasta encontramos un secreto placer fantaseando con lo que hubiera podido ser y se desperdició, del mismo modo que había encanto en la trémula voz con que León Felipe suplicaba amargamente al Quijote derrotado.  


Quienes consiguen llegar hasta ese punto de aceptación del carácter irremisible de los acontecimientos y son capaces de extraer y conservar lo satisfactorio de las cuitas que les ocurren, obtienen la verdadera victoria sobre la realidad, tal y como explicó Rudyard Kipling. La victoria del que, en lugar de negar la complejidad o lamentarse por ella,  la tolera y asume, y la utiliza para su propio regocijo. La única victoria posible del hombre frente a las circunstancias: comprender que el único sentido lícito que puede tener la vida es la felicidad, y actuar en consecuencia.

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