A pesar de que habitualmente no somos conscientes, nuestra
realidad es más frágil y efímera de lo que parece. Inmersos en el cómodo
marasmo de lo cotidiano, vemos pasar la vida como una sucesión de cíclicas
rutinas, y nunca empleamos un segundo en cuestionar el supuesto control que
aparentamos poseer sobre nuestra existencia. En cierta manera, dentro de un
marco y unas condiciones, tenemos asumida la categoría de omnipotentes; quizá
no explícitamente, pero no por ello de modo menos soberbio. Sin embargo, un día
cualquiera, un determinado aspecto que nos parecía de naturaleza imperturbable
e inamovible, varía sin previo aviso. De repente, readquirimos la lucidez
insensatamente ignorada y comprobamos con desolación que el ego nos engañaba,
que nada dura eternamente, y, lo que es peor, que lo perdido no regresa jamás,
y, si lo hace, será irremediablemente distinto.
Es por esto por lo que tenemos tanto miedo a los cambios. No
sólo porque la nueva realidad pueda resultar menos gratificante que la anterior,
sino porque ponen de manifiesto nuestra vulnerabilidad. Tiran del débil manto
del ficticio dominio autoatribuido, y comprobamos con horror que el pretendido
emperador siempre se halló desnudo, a merced de la tempestad. Es entonces
cuando lloramos, impotentes ante nuestra debilidad, y en medio del crujir de
dientes nos flagelamos por no haber aprovechado lo suficiente las
circunstancias antes de que se diluyeran en el inalcanzable pasado, o por no
haber hecho más para finalizar proyectos ya imposibles, en un lastimero
ejercicio tan comprensible como patético.
No obstante, algunos, los más afortunados, con el paso del
tiempo y el golpear de las experiencias, terminamos asimilando la levedad de
nuestra posición. Aprendemos (a la fuerza ahorcan) a aceptar todo lo que nos
sucede, ya sea con alegre entusiasmo o con cínica resignación, sabedores de que
el derecho al pataleo puede consolar pero jamás reparar y que la adaptación a
lo nuevo es el camino más corto para regresar al estatus del inestable bienestar.
Incluso llega un momento en que conseguimos observar lo perdido no embargados
de pena por lo irremediable, sino con un llevadero sentimiento de acogedora
nostalgia. A veces, hasta encontramos un secreto placer fantaseando con lo que
hubiera podido ser y se desperdició, del mismo modo que había encanto en la
trémula voz con que León Felipe suplicaba amargamente al Quijote derrotado.
Quienes consiguen llegar hasta ese punto de aceptación del
carácter irremisible de los acontecimientos y son capaces de extraer y
conservar lo satisfactorio de las cuitas que les ocurren, obtienen la verdadera
victoria sobre la realidad, tal y como explicó Rudyard Kipling. La victoria del
que, en lugar de negar la complejidad o lamentarse por ella, la tolera y asume, y la utiliza para su
propio regocijo. La única victoria posible del hombre frente a las
circunstancias: comprender que el único sentido lícito que puede tener la vida
es la felicidad, y actuar en consecuencia.
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