Uno de los principales
hábitos de la burguesía acomodada (y acaso el mayor de sus discretos encantos)
es la búsqueda del estímulo intelectual desde la seguridad del reposo, el ansia
de la sacudida que despierta del letargo y excita la conciencia pero que
renuncia a la molesta incertidumbre del riesgo. No es de extrañar, entonces, el
aprecio de los burgueses hacia la filosofía, capaz de instigar o turbar al
espíritu de diversas maneras, sin menoscabo alguno del complacido estómago. Esta
visión entiende el pensamiento como un chispazo esporádico, desentumecedor
puntual que siempre permite, una vez saciada la avidez y calmado el tedio,
regresar al marasmo de lo cotidiano sin mayores consecuencias. Convencidos de
la invulnerabilidad de su punto de partida, muchos se asoman a la obra de
Cioran esperando hallar un nuevo divertimento cuya originalidad no lo hará
menos inofensivo. Así, imbuidos en el mayor de los equívocos debido a unas
erradas expectativas, se adentran en el discurso del pensador rumano sin
preparación ni anestesia, subestimando la trágica capacidad sugestiva que se cuela en el ánimo e instala
irreversiblemente la desasosegante imagen de un universo sin esperanza. Y,
cuando al fin son conscientes de la equivocación de considerarlo uno más, es
demasiado tarde.
Porque la obra de
Cioran es única, tanto por su incapacidad para ser encasillada en categorías
más o menos inteligibles como por la incomparable perspectiva: el cinismo y el
escepticismo llevados a un extremo al que nadie se había atrevido. Su discurso
niega todo (incluso a sí mismo), desmiente el prestigio y el fundamento de
cualquier afirmación. Frente a él, todas nuestras convicciones se desmontan,
las idealistas y las pragmáticas, las utopías y las lúcidas serenidades de
quienes se consideran pesimistas (terminamos, ay, reducidos a una patética
caricatura). Por si fuera poco, ni siquiera queda el consuelo del derrotado que
se resigna comprobando y aceptando la grandeza de quien le venció, pues Cioran
no presenta en ningún momento alternativa alguna. La drástica demolición no
busca ver triunfante nada que sustituya lo derruido. El crudo pensamiento de
Emil se considera tan inane como las premisas que destruye. ¿Cómo se puede
refutar lo que en ningún momento aspira a ratificarse? Todo es inútil, no hay
forma de contraponer alegatos a la plenitud del escepticismo que asume el vacío
como base de cualquier postura. Se trata de una suerte de filosofía kamikaze,
que se inmola y arrasa cruelmente, con el infinito convertido en daños
colaterales.
¿Y qué queda, entonces?
Una vez se nos ha arrebatado la confianza en cualquier ideal, una vez que se
nos ha mostrado la futilidad de cualquier empresa, una vez que se ha renunciado
no ya a comprender el sentido de la existencia o a otorgarle uno, sino que se ha
catalogado como pomposa estupidez la idea misma de sentido, una vez que la
Verdad nos ha arrastrado como un poderoso (e innegable) caudal y nos ha
envuelto en espirales de desesperación, ¿cuál es el siguiente paso? El frío
interrogante es tan angustioso y amargo como el proceso que nos llevó a
plantearlo. Me temo que habrá de responderlo quien haya conseguido aceptar y
asumir tan terribles circunstancias. Nadie salvo Cioran parece haberlo logrado,
no por empecinamiento en mantenernos engañados, sino por mera incapacidad. “La lucidez es el único vicio que hace al
hombre libre. Pero libre en un desierto”. Quizá la única esperanza de la
humanidad resida en su falta de lucidez, en su afán por comprender lo que no
necesita comprensión, en su necesidad absurda de atribuir significados. En
cualquier caso, Cioran es el audaz explorador que hace que, sin llegar más que
a vislumbrarlo, nos invada el congojo ante el abismo, y nos demuestra el error
de minusvalorar a la filosofía (¡que no es sino fuente de lucidez!) considerándola
como territorio manso o lugar de recreo burgués. Para bien o para mal, nos ha
señalado la luna, aunque, pobres de nosotros, tengamos que conformarnos con
balbucear espantados observando el osado dedo.
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