jueves, 30 de julio de 2015
miércoles, 29 de julio de 2015
Fugacidad
A pesar de que habitualmente no somos conscientes, nuestra
realidad es más frágil y efímera de lo que parece. Inmersos en el cómodo
marasmo de lo cotidiano, vemos pasar la vida como una sucesión de cíclicas
rutinas, y nunca empleamos un segundo en cuestionar el supuesto control que
aparentamos poseer sobre nuestra existencia. En cierta manera, dentro de un
marco y unas condiciones, tenemos asumida la categoría de omnipotentes; quizá
no explícitamente, pero no por ello de modo menos soberbio. Sin embargo, un día
cualquiera, un determinado aspecto que nos parecía de naturaleza imperturbable
e inamovible, varía sin previo aviso. De repente, readquirimos la lucidez
insensatamente ignorada y comprobamos con desolación que el ego nos engañaba,
que nada dura eternamente, y, lo que es peor, que lo perdido no regresa jamás,
y, si lo hace, será irremediablemente distinto.
Es por esto por lo que tenemos tanto miedo a los cambios. No
sólo porque la nueva realidad pueda resultar menos gratificante que la anterior,
sino porque ponen de manifiesto nuestra vulnerabilidad. Tiran del débil manto
del ficticio dominio autoatribuido, y comprobamos con horror que el pretendido
emperador siempre se halló desnudo, a merced de la tempestad. Es entonces
cuando lloramos, impotentes ante nuestra debilidad, y en medio del crujir de
dientes nos flagelamos por no haber aprovechado lo suficiente las
circunstancias antes de que se diluyeran en el inalcanzable pasado, o por no
haber hecho más para finalizar proyectos ya imposibles, en un lastimero
ejercicio tan comprensible como patético.
No obstante, algunos, los más afortunados, con el paso del
tiempo y el golpear de las experiencias, terminamos asimilando la levedad de
nuestra posición. Aprendemos (a la fuerza ahorcan) a aceptar todo lo que nos
sucede, ya sea con alegre entusiasmo o con cínica resignación, sabedores de que
el derecho al pataleo puede consolar pero jamás reparar y que la adaptación a
lo nuevo es el camino más corto para regresar al estatus del inestable bienestar.
Incluso llega un momento en que conseguimos observar lo perdido no embargados
de pena por lo irremediable, sino con un llevadero sentimiento de acogedora
nostalgia. A veces, hasta encontramos un secreto placer fantaseando con lo que
hubiera podido ser y se desperdició, del mismo modo que había encanto en la
trémula voz con que León Felipe suplicaba amargamente al Quijote derrotado.
Quienes consiguen llegar hasta ese punto de aceptación del
carácter irremisible de los acontecimientos y son capaces de extraer y
conservar lo satisfactorio de las cuitas que les ocurren, obtienen la verdadera
victoria sobre la realidad, tal y como explicó Rudyard Kipling. La victoria del
que, en lugar de negar la complejidad o lamentarse por ella, la tolera y asume, y la utiliza para su
propio regocijo. La única victoria posible del hombre frente a las
circunstancias: comprender que el único sentido lícito que puede tener la vida
es la felicidad, y actuar en consecuencia.
La obra de Cioran
Uno de los principales
hábitos de la burguesía acomodada (y acaso el mayor de sus discretos encantos)
es la búsqueda del estímulo intelectual desde la seguridad del reposo, el ansia
de la sacudida que despierta del letargo y excita la conciencia pero que
renuncia a la molesta incertidumbre del riesgo. No es de extrañar, entonces, el
aprecio de los burgueses hacia la filosofía, capaz de instigar o turbar al
espíritu de diversas maneras, sin menoscabo alguno del complacido estómago. Esta
visión entiende el pensamiento como un chispazo esporádico, desentumecedor
puntual que siempre permite, una vez saciada la avidez y calmado el tedio,
regresar al marasmo de lo cotidiano sin mayores consecuencias. Convencidos de
la invulnerabilidad de su punto de partida, muchos se asoman a la obra de
Cioran esperando hallar un nuevo divertimento cuya originalidad no lo hará
menos inofensivo. Así, imbuidos en el mayor de los equívocos debido a unas
erradas expectativas, se adentran en el discurso del pensador rumano sin
preparación ni anestesia, subestimando la trágica capacidad sugestiva que se cuela en el ánimo e instala
irreversiblemente la desasosegante imagen de un universo sin esperanza. Y,
cuando al fin son conscientes de la equivocación de considerarlo uno más, es
demasiado tarde.
Porque la obra de
Cioran es única, tanto por su incapacidad para ser encasillada en categorías
más o menos inteligibles como por la incomparable perspectiva: el cinismo y el
escepticismo llevados a un extremo al que nadie se había atrevido. Su discurso
niega todo (incluso a sí mismo), desmiente el prestigio y el fundamento de
cualquier afirmación. Frente a él, todas nuestras convicciones se desmontan,
las idealistas y las pragmáticas, las utopías y las lúcidas serenidades de
quienes se consideran pesimistas (terminamos, ay, reducidos a una patética
caricatura). Por si fuera poco, ni siquiera queda el consuelo del derrotado que
se resigna comprobando y aceptando la grandeza de quien le venció, pues Cioran
no presenta en ningún momento alternativa alguna. La drástica demolición no
busca ver triunfante nada que sustituya lo derruido. El crudo pensamiento de
Emil se considera tan inane como las premisas que destruye. ¿Cómo se puede
refutar lo que en ningún momento aspira a ratificarse? Todo es inútil, no hay
forma de contraponer alegatos a la plenitud del escepticismo que asume el vacío
como base de cualquier postura. Se trata de una suerte de filosofía kamikaze,
que se inmola y arrasa cruelmente, con el infinito convertido en daños
colaterales.
¿Y qué queda, entonces?
Una vez se nos ha arrebatado la confianza en cualquier ideal, una vez que se
nos ha mostrado la futilidad de cualquier empresa, una vez que se ha renunciado
no ya a comprender el sentido de la existencia o a otorgarle uno, sino que se ha
catalogado como pomposa estupidez la idea misma de sentido, una vez que la
Verdad nos ha arrastrado como un poderoso (e innegable) caudal y nos ha
envuelto en espirales de desesperación, ¿cuál es el siguiente paso? El frío
interrogante es tan angustioso y amargo como el proceso que nos llevó a
plantearlo. Me temo que habrá de responderlo quien haya conseguido aceptar y
asumir tan terribles circunstancias. Nadie salvo Cioran parece haberlo logrado,
no por empecinamiento en mantenernos engañados, sino por mera incapacidad. “La lucidez es el único vicio que hace al
hombre libre. Pero libre en un desierto”. Quizá la única esperanza de la
humanidad resida en su falta de lucidez, en su afán por comprender lo que no
necesita comprensión, en su necesidad absurda de atribuir significados. En
cualquier caso, Cioran es el audaz explorador que hace que, sin llegar más que
a vislumbrarlo, nos invada el congojo ante el abismo, y nos demuestra el error
de minusvalorar a la filosofía (¡que no es sino fuente de lucidez!) considerándola
como territorio manso o lugar de recreo burgués. Para bien o para mal, nos ha
señalado la luna, aunque, pobres de nosotros, tengamos que conformarnos con
balbucear espantados observando el osado dedo.
domingo, 26 de julio de 2015
Limitaciones
La naturaleza del escritor es inevitablemente impulsiva,
pues la escritura es una búsqueda instintiva de alivio. Un inconsciente acto de
defensa, si se prefiere. Hay algo que reconcome el alma, un pensamiento que
perturba, una inquietud que ronda, y se usa la palabra para arreglar el
desaguisado, dando forma a lo inconcreto. Escribir es clarificar el problema,
situándonos feliz y ciegamente por encima, como si exponerlo y hacerlo verbo
equivaliese a resolverlo. Se trata de un remedio absolutamente insustancial y
pueril, pero efectivo. El ímpetu de escribir aleja toda perspectiva, te hace
sentirte elevado sin justificación alguna. Cuántas desazones he disipado
candorosamente de este modo. Bendito bálsamo otorgador de plenitud.
¿Por qué, entonces, encuentro cada vez menor encanto en tal
catarsis? ¿Por qué, con el paso de los años, ese ardoroso impulso paliativo,
ese sencillo truco, ha perdido eficacia? ¿Por qué ya no sacia las leoninas
hambres del espíritu? Tiendo a pensar que es por la adquisición de enfoques
menos exaltados, más humildes. El alivio que aporta la escritura lleva aparejada una gran dosis de orgullo por la fiabilidad y la precisión en el uso de la
palabra. No se es estrictamente consciente, pero el consuelo deriva de la
autosatisfacción desmedida. El goce alcanzado es desproporcionadamente
exagerado frente al logro obtenido. Sin embargo, poco a poco nos hacemos más
sabios, y somos capaces de analizar más fríamente. Con el tiempo se sosiega el
delirio, cuestionando la febril locuacidad pretendidamente genial de la que deviene
el desahogo. Se gana perspectiva, se ponen los pies en el suelo, se huye del
histrionismo y la locura, y, en esa dimensión tan asquerosamente juiciosa, lo
que antes funcionaba, ahora resulta patético e inane.
La lucidez, una vez más (¡lo diré ciento!), arrebata la
felicidad.
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