Un cielo gris y plomizo,
bocanadas de aire espeso y turbio y un malestar tan emocional como
físico que se torna insoportable para los que acabamos de descubrir
la hipocondría. No, mi postal de la capital en las últimas fechas
no insta a recitar a Quiñones de Benavente. Por el contrario,
escarba en el lado malo de mi ciclotimia. Entre agitado y triste,
paso al lado del Bernabéu. Con la luz marchita de esta mañana, la
mole ha perdido parte de su imponente fortaleza, y adquiere un matiz
oscuro, casi mustio.
El Madrid y yo no somos
como esas mujeres que sincronizan su menstruación. He pasado grandes
épocas en las que el equipo se arrastraba, incapaz de seguirme el
ritmo (en esas fechas yo experimentaba por momentos una sensación de
felicidad incompleta). Otras veces, hundido por diversas
circunstancias, el Madrid suponía un alivio, una suerte de bálsamo
ridículo y eficaz. Hoy miro al estadio en busca de consuelo y veo
hercúleos esfuerzos para mantenerse a ocho puntos del líder y un
esperpento en grado de tentativa frente al Fuenlabrada, en Copa. La
coordinación de ánimos, esta vez sí, ha resultado precisa.
Echo un ojo al
calendario. Mañana hay un Athletic-Real Madrid. Puede constituir la
puntilla de esta temporada. Noto entonces cierta excitación, y recuerdo
por qué me siento tan unido al club. El mayor de mis miedos, y el
que más alimenta mi hipocondría, es el pánico a lo irreversible. A
las opciones que se cierran en la vida, de manera imprevista y para
siempre. Alguien lúcido contestará que esto supone el miedo a la
vida misma, y no le faltará razón. El Madrid, por el contrario, es una eterna puerta
de par en par. Despojado de la red del relato de la que gozan sus
máximos rivales (da igual lo que les suceda porque siempre tienen premio
de consolación literario), juega a tumba abierta cada encuentro.
Borrón y cuenta nueva. La injusticia de que no cuente nada de lo que
has conseguido supone a la vez el privilegio de una infinita nueva
oportunidad. Un eterno retorno salvador. Se trata de transformar el
inconformismo, paradójicamente, en zona de confort. Nada tienes,
salvo una inagotable bola extra.
Cuántas veces
necesitamos creer en ese ficticio oasis en el que cada nuevo amanecer es siempre una esperanza para el hombre. Por desgracia, la vida lo desmiente ofreciéndonos
instantes traumáticos, puntos de inflexión a partir de los cuales
no hay vuelta atrás. Por eso el Madrid es, algunas veces, más
grande que la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario