Querida P.:
Tras la primera misiva, algunos,
tentándose la ropa, me acusaron de falta de matices. Enfocar la confrontación
ideológica entre izquierda y derecha desde una perspectiva que dividiera en idealistas
y realistas se trataba sin duda una simplificación, y así lo expresé. Aunque
algo de verdad debieron de encontrar mis amigos de izquierdas cuando de
inmediato reaccionaron como impulsados
por un molesto prurito. No obstante, resultó graciosísimo que la mayoría de
ellos se apresurara, antes de nada, a cuestionar la posibilidad de que una
utopía de derechas pudiera parecer más atractiva que una de izquierdas. De todo
el texto, ese suponía el principal desencuentro: había que subrayar que la
verdadera utopía, la única, es la de la izquierda. Confirmando así, a su pesar,
que el terreno que consideran verdaderamente propio es el mundo de las ideas.
Más allá de ensoñaciones, el
problema de la izquierda no reformista es, pues, la falta de referentes
válidos. Por supuesto en la práctica (los experimentos nunca les han terminado
de salir bien, y no los hacían con gaseosa, precisamente), pero también en una
teoría que se pretendiera honesta y no fabulosa. Consciente de su insolvencia
para construir una alternativa concreta, la izquierda se ha centrado en buscar
las contradicciones del sistema capitalista. En el debate teórico ha conseguido
dejar un poso, un eco, una certeza en el mejor de los casos, de que el mundo es
injusto. Mas sin poder responder cuando le piden comparaciones con otros
modelos. Juega a la defensiva, saboteando legitimidades, sin proponer nada
concreto que mejore los niveles de bienestar conseguidos por el capitalismo.
En cualquier caso, fracasar en la
lucha teórica constituye una contrariedad menor. La discusión intelectual puede
ser interesante, pero no es la que apuntala el sistema. La gente no acepta el
capitalismo porque le convenza una trama ideológica absolutamente coherente y
por ello persuasiva, sino por una serie de afectos y hábitos que percibe como
cercanos y se instalan en su rutina. Entre los que destaca, fundamentalmente,
el consumo, y su inconmensurable potencial evocador. A diferencia de su rival,
la derecha no ha pretendido construir realidades a partir de ficciones, sino
otorgarle un sugestivo carácter ficcional a la realidad más cotidiana existente:
la transacción. Consumir fascina, oculta una carencia, alivia una desazón,
aumenta una autoestima. Ser Dios, de nuevo, está al alcance de todos. Basta con
tener el suficiente dinero.
La izquierda, incapaz de estructurar
un armazón racional antagonista a la altura, podría al menos operar en este
campo: el de las emociones y la consolidación de nuevos hábitos. Pero
nuevamente, su tendencia idealista menoscaba la eficacia de este propósito. Sus
alternativas anticonsumistas están pergeñadas desde la superioridad moral (las
comunas, el decrecimiento…) y el desdén a quien no las comprende, e impiden que
arraiguen como banderines de enganche no anecdóticos. Por otro lado, su intento
de aprovechamiento de estandartes tradicionalmente adversos (la patria, por
ejemplo) contribuye casi siempre a la creación de híbridos contraproducentes,
porque las mismas tendencias gregarias que posibilitarían formas cooperativas
de vivir juntos nos impulsan a menudo a herir a los demás.
Me dirás que dibujo un panorama desalentador
para los críticos del capitalismo. Sólo puedo contestar que mires a tu alrededor.
Tienen todo el trabajo por hacer, y, en lugar de ponerse manos a la obra, gastan
las fuerzas reivindicando la calidez de la utopía. En otro tiempo me resultaba
incomprensible. Ya, no tanto.
La terrible certeza de que, una
vez derrotadas la cabeza y el corazón, es la víscera lo único que te empuja a seguir avanzando. En círculos.
Sigue con salud.
P.
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