"Tampoco es inescrutable el azar, también está regido por un orden"
Novalis
Llegaba el Madrid al Camp Nou como apenas acostumbra. En lugar de apurado por una marea de urgencias, con la tranquilidad de un notable botín de puntos de ventaja. Generalmente, en la encrucijada entre la posibilidad de la puntilla y el apertrechamiento, el equipo blanco tira por la calle de en medio, para desgracia de su afición. La indecisión culmina en un intento de atajo especulativo que suele terminar en decepción y ceño fruncido.
Sin embargo, la primera parte resultó ejemplar. La colocación medida (¡ah!, esas líneas juntas), la templanza y brega por parte de Kovacic e Isco, Marcelo estirándose como un chicle, Vázquez más solícito que nunca, y, por encima de todos, la omnipresencia de Luka Modric. Robando balones por astucia y anticipación, distribuyendo con la mesura con que un padre de familia parte el pan, derrochando visión aguileña a pesar de que su aura sea ratonil. El Barcelona, por su parte, dejó pasar los minutos con más miedo que vergüenza, concentrado en anular la escasa profundidad merengue. Cristiano defraudó (no va con segundas) pese al voluntarismo, y Benzemá es un delantero que se especializado en jugar de espaldas. Al gol.
Entre tanto, los penaltis salpicaban continuamente las áreas, como un bombardeo en Alepo. Hubo alguno más en el área local que en la visitante, pero para Clos Gómez la Justicia se representa con una venda en los ojos no por casualidad. Para entonces el naufragio de Busquets y Rakitic era una peor noticia que la decadencia marrullera de Mascherano, bastante más asumible por evidente durante meses. El descanso fue una bendición para el Barça, que parecía un salón vacío por donde Messi deambulaba.
La superioridad madridista continuó tras la reanudación, con la sensación desesperante de que los futbolistas no sabían qué hacer con ella. En ese instante llegó el gol de Suárez, el único culé que había demostrado rabia. Una absurda falta de Varane, que emborrona un poco su gran actuación, fue rematada por el charrúa (¿adelantado unos milímetros?) ante la cobardía de Navas para defender un terreno que le pertenece. Se descompuso un poco el Madrid, más aún con la salida de Iniesta al campo, una especie de Cid que reconforta a sus compañeros sin necesidad de estar muerto.
Zidane reaccionó como suele: sin que nadie entienda sus motivaciones. Al menos yo me declaro incapaz. Trató de resguardarse aferrado a Casemiro, mas al sustituir a Isco liberó a Busquets, y dejó a la nave madridista a merced de la tormenta. Las olas vinieron en forma de ocasiones clarísimas de Neymar y Messi; poco faltó para el hundimiento. Tras desmontar el andamio, Zizou introdujo sangre fresca con Asensio y Mariano, y la persecución de sombras, revitalizada, se prolongó hasta casi el final. Entonces, de manera inesperada, el Real dio el paso adelante al que no se había atrevido en el primer período, cuando podía. Fue algo irracional y tenaz, con el punto de patetismo del estudiante que pretende sacar el cuatrimestre en la última noche. En el descuento, un sutil centro de Modric halló la homérica cabeza de Sergio Ramos, cada día más busto y menos central. El Madrid obtuvo un resultado que había merecido, pues, pero de la forma más rocambolesca posible.
Yo salí del bar rumiando que, después de todo, mi madridismo debe de tener más significado del que parece a primera vista. Los caminos del azar son inescrutables.