viernes, 27 de noviembre de 2015

Los Delincuentes

Hablando con una amiga un tanto obsesionada con Kurt Cobain. Ella, enamorada irremisiblemente desde el 94, insiste en la excepcionalidad del mito. Quiá, le digo. Comparando contenido y continente, hay una lista interminable por delante en cuanto a potencial poético. Ella se revuelve dolida, me exige pruebas. Acudimos a youtube, y mientras tecleo en el buscador, me río secretamente.

-¿Los delincuentes? ¿En serio?

Y tanto. Todo lo contracultural y rebelde que pueda atesorar el movimiento grunge no resiste la comparación con la promoción del 97/98 en el instituto Caballero Bonald de Jerez de la Frontera. Allí, con apenas 15 años, se conocieron Miguel Ángel Benítez Gómez y Marcos del Ojo Barroso, Er Migue y Er Canijo de Jeré. Aquellos arrapiezos, en lugar de continuar las predecibles sendas que la vida marcaba a sus compañeros (la obra, el trapicheo o el paro), comenzaron a juntarse con sus guitarras en la estación de mercancías de ferrocarriles de la ciudad. Admiradores de Kiko Veneno y los hermanos Amador, escogieron su nombre artístico como homenaje a una de sus canciones. Er Migue componía desde los doce años, y semejante talento no pasó desapercibido al que terminaría como tercer integrante, Diego Pozo, quien realizó las gestiones necesarias para publicitar la maqueta y conseguir lanzar “El sentimiento garrapatero que nos traen las flores”.

Mi amiga me mira con displicencia, pero lo que ha empezado como boutade me está convenciendo a medida que las canciones de ese primer disco discurren por mi lista de reproducción. La composición general es magnífica, y me sorprendo con el vello de punta al escuchar al Canijo soltar un quéh teh quieroh, con las aspiraciones finales apuntalando el mensaje. La música es ligera, una rumba con su cuarto y mitad de flamenqueo y con la pizca de rock necesaria para que no los echaran del Festimad. Desprende un aroma de profundo desenfado (lamento el oxímoron, pero los de Andalucía oriental no podemos emplear la palabra cashondeo con dignidad), irridiculizable por la ausencia total de la más mínima pretensión o solemnidad. Es ligereza auténtica.

Y las letras, ay las letras. “Yo no tengo obligaciones, yo no tengo más que ver, que los charquitos de la plaza cuando termina de llover, los días de colores, y en la plazuela, fumando flores”. Que el mayor drama sea que el mechero no tiene piedra, y poseer los arrestos de confesarlo. “El aire de la calle” constituye simultáneamente el mayor argumento en contra de la renta básica y a favor de la vida. Y a favor del amor también, el de las peras a los peros, exquisita dedicatoria a Ana Botella avant la lettre. El disco entero es un paisaje entrañable por veraz, injustificadamente olvidado por tanto buscador de esencias de lo andaluz, quizá porque refleja lo misérrimo antes que lo étnico. Aunque es mejor así, sin duda.


A estas alturas, me importa un comino lo que piense mi amiga, y hasta me entristece sinceramente la muerte d’Er Migue por un paro cardíaco a los 21 años. Me he dado cuenta de que los Delincuentes son algo lo suficientemente familiar como para reconocer y apreciar su contexto, y lo suficientemente ajeno como para poder defenderlos despojado de cualquier atisbo de chovinismo cateto. Y, sin más, lo asumo, me lo fumo, y me escapo por la cuesta. 

jueves, 19 de noviembre de 2015

Hedonismo sin complejos

Cada vez estoy más convencido de que no hay nada que tenga peor prensa actualmente que el placer. El placer despreocupado, sin reservas ni deudas, supone un anatema terrible, y tiene tantos enemigos que no se vislumbra el horizonte. De un lado, los biempensantes. "Con la que está cayendo" como encíclica grabada a fuego. Las circunstancias impiden hacer gala de la felicidad coyuntural. Lo oportuno son los golpes de pecho por doquier y la expresión compungida, plena de solemnidad, mientras se pelan las gambas. Si el deleite sólo será justificable cuando la justicia (a ver quién me la define, por cierto) campe a sus anchas, voy a por una silla. Luego, los puritanos, endurecida facción de los anteriores. Alentar el placer, ¿no colabora innoblemente con el patente desenfreno reinante? La vida no es eso, dicen, y el gusto ya no es frivolidad sino directamente pecado a extirpar. Siempre hay una responsabilidad superior, para con los demás o para con la moral, dispuesta a alzar la ceja. El egoísmo es lo peor que ha ocurrido, disparate semejante a que los pasajeros del avión maldigan la gasolina que le permite despegar. Por último, los sabios que han desentrañado tu mecanismo mental sin necesidad de levantarse del sofá, menudos son. "La libertad individual no existe, y lo que crees búsqueda autónoma del bienestar no es más que una serie de inevitables respuestas a los estímulos que manipulan tu ceguera". Confunden libertad con omnipotencia, claro. La libertad de elección es una forma de relacionarse con las condiciones de la realidad, no el capricho de abolirlas y la posterior frustración por no poder conseguirlo. Llevando al extremo su razonamiento, nadie puede ser libre mientras no pueda decirle al corazón: "deja de latir". Estos paladines del determinismo, por supuesto, tienen como diana favorita el consumo. "Influyen para crearte necesidades. Está todo pensado para que disfrutes con la avidez". Cuando, en realidad, el consumo es consecuencia de la avidez por disfrutar, necesidad tan rechazable para ellos como auténticamente humana. Para su desgracia, es la libertad quien permite abrazar el hedonismo a la vez que cuestionar la jerarquía de placeres establecida. En fin. Algunos no estamos dispuestos a rechazar las posibilidades que se brindan (conociendo sus consecuencias, por supuesto), en virtud no sé qué motivaciones superiores revestidas de moralina o de ascética sabiduría. Como dijo Churchill: "Mis gustos son muy sencillos: me conformo con lo mejor".

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Desagradecidos

"Mendigo como soy, también soy pobre en agradecimiento"
William Shakespeare

Es curioso comprobar cómo las personas más lúcidas suelen ser las más agradecidas. Acaso por haber asumido auténticamente, y no sólo de boquilla, el carácter áspero de la vida, son las más resueltas a valorar un gesto desprendido. Al fin y al cabo, son las bocas distintas al asno las que aprecian la miel.

La ingratitud es más propia de espíritus míseros, apaleados o caprichosos, que encuentran su refugio en la autocompasión. Si, por alguna circunstancia, reciben la comprensión, el consejo, o incluso el afecto de gente más elevada, acaban atesorando un secreto orgullo que blinda su supuesto merecimiento de tan altruistas atenciones. La costumbre se hace norma, y la norma, ley. Henchidos y mezquinos, a partir de entonces exigirán "lo que les corresponde", autonombrándose acreedores de la espontánea generosidad en un espectáculo tan patético como habitual.

Corolario: sólo hay que darle pan a quien tenga dientes.