Hablando con una amiga un tanto
obsesionada con Kurt Cobain. Ella, enamorada irremisiblemente desde el 94,
insiste en la excepcionalidad del mito. Quiá, le digo. Comparando contenido y
continente, hay una lista interminable por delante en cuanto a potencial
poético. Ella se revuelve dolida, me exige pruebas. Acudimos a youtube, y mientras
tecleo en el buscador, me río secretamente.
-¿Los delincuentes? ¿En serio?
Y tanto. Todo lo contracultural y
rebelde que pueda atesorar el movimiento grunge
no resiste la comparación con la promoción del 97/98 en el instituto Caballero
Bonald de Jerez de la Frontera. Allí, con apenas 15 años, se conocieron Miguel
Ángel Benítez Gómez y Marcos del Ojo Barroso, Er Migue y Er Canijo de Jeré.
Aquellos arrapiezos, en lugar de continuar las predecibles sendas que la vida
marcaba a sus compañeros (la obra, el trapicheo o el paro), comenzaron a
juntarse con sus guitarras en la estación de mercancías de ferrocarriles de la
ciudad. Admiradores de Kiko Veneno y los hermanos Amador, escogieron su nombre artístico
como homenaje a una de sus canciones. Er
Migue componía desde los doce años, y semejante talento no pasó
desapercibido al que terminaría como tercer integrante, Diego Pozo, quien realizó
las gestiones necesarias para publicitar la maqueta y conseguir lanzar “El sentimiento garrapatero que nos traen las flores”.
Mi amiga me mira con
displicencia, pero lo que ha empezado como boutade
me está convenciendo a medida que las canciones de ese primer disco
discurren por mi lista de reproducción. La composición general es magnífica, y me
sorprendo con el vello de punta al escuchar al Canijo soltar un quéh teh quieroh, con las aspiraciones
finales apuntalando el mensaje. La música es ligera, una rumba con su cuarto y
mitad de flamenqueo y con la pizca de rock necesaria para que no los echaran
del Festimad. Desprende un aroma de profundo desenfado (lamento el oxímoron,
pero los de Andalucía oriental no podemos emplear la palabra cashondeo con dignidad), irridiculizable
por la ausencia total de la más mínima pretensión o solemnidad. Es ligereza auténtica.
Y las letras, ay las letras. “Yo no tengo obligaciones, yo no tengo más
que ver, que los charquitos de la plaza cuando termina de llover, los días de
colores, y en la plazuela, fumando flores”. Que el mayor drama sea que el
mechero no tiene piedra, y poseer los arrestos de confesarlo. “El aire de la calle” constituye
simultáneamente el mayor argumento en contra de la renta básica y a favor de la
vida. Y a favor del amor también, el de las peras a los peros, exquisita
dedicatoria a Ana Botella avant la lettre.
El disco entero es un paisaje entrañable por veraz, injustificadamente olvidado
por tanto buscador de esencias de lo andaluz, quizá porque refleja lo misérrimo
antes que lo étnico. Aunque es mejor así, sin duda.
A estas alturas, me importa un
comino lo que piense mi amiga, y hasta me entristece sinceramente la muerte d’Er Migue por un paro cardíaco a los 21
años. Me he dado cuenta de que los Delincuentes son algo lo suficientemente
familiar como para reconocer y apreciar su contexto, y lo suficientemente ajeno
como para poder defenderlos despojado de cualquier atisbo de chovinismo cateto.
Y, sin más, lo asumo, me lo fumo, y me escapo por la cuesta.