jueves, 13 de junio de 2019

Qué puedo hacer (20)

JUEVES
V. se desvía hacia Logroño en su travesía a Santander solo para verme. Mi gratitud es infinita, de modo que los saco, a él y a su novia, a explorar la calle Laurel. Al hallarme de saliente, mis legendarias facultades como conversador se ven menoscabadas, y perdemos demasiado tiempo hablando sobre rutinas hospitalarias y ejemplos de mala praxis de compañeros. Muy al final se tocan temas existenciales, que con V. inevitablemente desembocan en un improvisado comentario de la actualidad política. Sonrío para mí al comprobar que el tiempo no parece haber pasado, y cuando nos despedimos me hundo un poquito ante la certeza de que, en realidad, sí que ha pasado. 

VIERNES
Tras dos años sin recibir visitas en mi exilio -excepción hecha de G.-, de repente acumulo dos en dos días consecutivos. Como esos delanteros que, después de no ver puerta en diez jornadas, se destapan y ya no paran hasta ser pichichis. Por supuesto, en términos de amistad, I. constituye uno de los mejores goles que anotaré en mi vida. 

El fin de semana transcurre plácido, y me congratula comprobar que, por una vez, estoy a la altura de las circunstancias. A pesar de todo lo que hacemos, me percato de que lo que más recarga sus pilas es mi compañía silenciosa. Lo que, lejos de disminuir mi autoestima como anfitrión, la aumenta como refugio. Algo, no cabe duda, muchísimo más importante. 

MARTES
Ni siquiera la presencia de un mamarracho saboteador en mi última guardia de Urgencias de mayo empaña la felicidad de que no pisaré semejante hoyo infecto durante tres semanas. 

VIERNES
Fin de semana en Madrid con miles de planes, difícilmente podrá el castellano ofrecerme una palabra a la altura de lo que supone para mi ánimo. En Dinamarca se emplea el término hygge para describir una felicidad sustentada en tres pilares: entorno cómodo, comunidad afín y comidas y bebidas. Siempre certeros, los nórdicos. Ya me lo decía V. antes de mudarse de Copenhague a Bruselas. 

V., C., J., J., P., ... Todos tienen un aspecto fabuloso, y la cena del primer día fluye entre risas y anécdotas, en una atmósfera tan relajada que hasta una circunstancia tan siniestra como un voto a Vox se convierte en una coartada para la chanza. El convite acaba en un reservado pijo -perdón por la redundancia-, con mi amigo C., radiólogo de cuarto año, conteniendo la carcajada ante la petulancia ridícula que caracteriza a las estudiantes de nuestro gremio ("Yo es que estudio Medicina, ¿sabes?"; alguna se lo hubiese recalcado al mismísimo Ramón y Cajal), y con el improvisado crack agregado al grupo literalmente caído por los suelos ante una polaca, como Pepe contra Lewandowski en aquella infausta noche en Dortmund en 2013. El sol se halla bien arriba cuando por fin cierro los ojos, pero la curva de mi sonrisa llega mucho más alto. 

SÁBADO
El sainete alcanza categoría de esperpento cuando cruzamos los secarrales de Brunete en una furgoneta repleta de armas, una mezcla entre Los Mercenarios y Amanece que no es poco. Los disparos bajo un calor asfixiante deben de constituir alguna especie de alegoría sobre la masculinidad que el sudor -o acaso cierta vergüenza culpable- no me deja concretar. Mi habilidad como tirador no es excelente, aunque me permito un momento de euforia al ganar junto a C. el último juego.

El toque surrealista de mi tarde se incrementa exponencialmente por la noche, de nuevo en una discoteca. Toda mi vida he escuchado advertencias por parte de mis referentes en el periodismo acerca de que escribir en un periódico no aumenta tus credenciales para la seducción del sexo opuesto. Visto lo visto, me temo que, una vez más, el mayor éxito del diablo consiste en convencer a todos de su inexistencia. El resultado final es lo de menos, da igual que el escarceo se materialice en un polvo comme il faut o en un mero restregón casi adolescente: lo que cuenta es la intención. Como con un pase de Guti o con el comunismo, las dos grandes utopías humanas. 

DOMINGO
Me topo con Jabois en una caseta de la feria del libro, y charlamos con una confianza injustificada y maravillosa. Él da por hecho que soy periodista, yo no me atrevo a desmentirlo del todo y el encuentro queda registrado para la posteridad en una dedicatoria mucho más íntima de lo que parece. Las horas posteriores con P. e I. suponen la rúbrica perfecta para que, en el bus de vuelta a La Rioja, me afane en cuadrar de inmediato las fechas para una próxima bajada. 

LUNES
Paseo con una inquieta E. y a continuación veo Rocket Man con H., en la sesión nocturna. La película me resulta muy entretenida, y, como siempre, nos reímos bastante con nuestras bufonadas compartidas. Queda de manifiesto que ambos formamos un tándem estupendo para ir al cine. Algo nada baladí, aunque evito darle más vueltas. 

MARTES
Por primera vez en años, vuelvo a soñar con L. Los besos que nos damos tienen una importancia psicoanalítica relativa, probablemente agradables vestigios del ardoroso finde previo. Sin embargo, la música que suena de fondo en la onírica escena, Rock and Roll suicide de Bowie, me sobrecoge ligeramente. Se trata -ah, pérfida conciencia- de una de esas canciones que no pude volver a escuchar sino hasta muchos meses después de nuestra ruptura. Y que, a base de evocar una suma de momentos precisos, abarca una relación entera, incluso distinguiendo entre etapas gracias a la letra y a una melodía que acelera su ritmo. Un comienzo suave, de gestos envueltos en un coqueteo elegante (you pull on your finger, then another finger, then your cigarette), un vínculo cada vez más afín y cómplice (don't let the sun blast your shadow), a cada compás menos impostado, y, finalmente, el surgimiento de una fascinación basada en la naturalidad, que se va atropellando, presa del entusiasmo, hasta derramarse a gritos, mi boca dentro de la suya, en una fría noche de otoño, You are not alone, gimme your hands cause you're wonderful

Y, entonces, un final abrupto que te deja sediento. Una canción de tres minutos que pedía, como mínimo, seis o siete. La vida.

JUEVES
Lisboa, prueba evidente de la belleza que esconde cierta decadencia -como se empeña en recordarnos mi querida M. a cada paso-, combina monumentos señoriales con ruinas aún más morales que estéticas. El carácter heterogéneo de las piezas que configuran el agregado arquitectónico se me antoja comparable a la diversidad presente en el grupo de compañeros que hemos conformado esta pandilla viajera. Rematadamente distintos, apenas un hilo común nos sostiene. Y, pese a todo, la paella no sabe mal. La serendipia también tiene cabida en el terreno de las amistades.

MARTES
Termino la novelita El bigote, de Carrère, y mi recorrido por las carreteras del Algarve coincide con la huida hacia delante del protagonista para no afrontar su locura, lo que me deja una sensación extraña, como si de alguna forma el sur de Portugal resultase mi propia huida de la rutina logroñesa. Afortunadamente, un paseo de tres horas por Sevilla me borra de la cabeza estas identificaciones excesivas, probablemente fruto de mi falta de sueño. Los próximos días en Granada me tonificarán: el mes está siendo glorioso. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario