sábado, 23 de junio de 2018

Qué puedo hacer (I)

LUNES
Madrid siempre me deja resacas, sobre todo cuando no bebo. Ya pasó el tiempo en el que fantaseaba con haber podido estirar mis seis meses en la ciudad, asumiendo las ventajas que tienen las dosis regulares en lugar de la perfusión continua. El mito tiene más posibilidades de permanecer intacto. 

Quedo con un compañero, la conversación es superficial, pero ni por esas me entran ganas de mirar el televisor donde se desgañita Inglaterra. Que el Mundial no me aporte la más mínima ilusión ratifica mi vieja idea de que ya no me gusta el fútbol, a excepción, cómo no, del Madrid.

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MARTES
Mis mañanas en la planta del hospital oscilan entre lo patético y lo desesperante. El tiempo deja de transcurrir para envolverte en una modorra de la que no te liberan los constantes saltos viendo pacientes periféricos. Informes que podrían solventarse en pocos minutos se eternizan en un proceso de innumerables supervisiones que quedan en nada, pues las relecturas esquivan una y otra vez los mismos párrafos. Por no corregir, no se corrigen ni las faltas de ortografía si no estoy yo. 

Por la tarde paseo y me hago socio de la casa del libro, gastando dinero en varias adquisiciones hasta bloquear literalmente mi tarjeta de crédito. De vuelta al apartamento reflexiono sobre los errores de mi vida, que, como los mandamientos, se pueden resumir en dos. Entonces, el Madrid de baloncesto gana otro título y se me olvidan.

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MIÉRCOLES
Piscina con compañeras, abundan las bromas sobre la blancura de mi piel, piropos sobre mis ojos y promesas sobre nuevos planes. Lo de siempre, dentro o fuera de la cama. Más tarde mato el tiempo abusando de la hospitalidad del más pródigo de la promoción, y me pongo ciego a salchichón ibérico mientras la selección duerme a las ovejas. 

Quince páginas del Si esto es un hombre de Primo Levy, pero el ruido de fondo no me permite el enganche. Tras soltar una frivolidad sobre Auschwitz por la tarde, segunda deshonra al pueblo judío en unas horas. No estoy orgulloso.

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JUEVES
Las guardias en Nájera me han permitido conocer a G., un personaje realmente interesante. Su edad supone un absoluto misterio, pues la melena rubia lo situaría alrededor de la cuarentena como mucho, pero los rumores y algún surco le echan veinte años más. Importa poco. Viendo sus camisas y su porte, evitar el aura de pureta canallita (y la consiguiente grima) es toda una proeza, la cual consigue con la humilde naturalidad con la que intercala los cultismos y referencias. Quedo realmente impresionado cuando me confiesa su amor por Los Planetas, Lagartija Nick y demás grupos granadinos. La guardia baja me impide responderle a la altura de sus recomendaciones de Circle Jerks y sus lecciones sobre el punk anglosajón de la época de Thatcher. Una pena que nuestros encuentros vayan a ser tan espaciados y, me temo, azarosos.

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VIERNES
Acudo al hospital renunciando a mi día libre de saliente. El asco que me produce la Medicina no consigue arrebatarme del todo la brizna de responsabilidad que me queda. Es un error, sin duda, pues mi presencia resulta totalmente anecdótica para los pacientes, y en este combate de cuatro años voy a perder tantas batallas que renunciar a mi descanso como propina parece hasta un menoscabo de mi dignidad. Y sin embargo, voy. No hay rastro de épica, a las dos y media estoy fuera.

Por la tarde duermo y escucho con enfermiza insistencia a Los Planetas, aún influido por la conversación con G. Tengo pendiente el ensayito de Lenore sobre las miserias del indie. Por lo que le he leído en entrevistas, sus críticas a estos grupos (con hachazos especialmente duros a Jota) son totalmente oportunas. En el caso de Los Planetas, el regodeo en una masculinidad tóxica y quejica es evidente, y las contradicciones entre la postura estética del conjunto y su actividad real deberían sonrojarles si la droga les hubiese mantenido la facultad de autopercepción mínimamente conservada. Lenore tiene mucho de razón en su postura, y su caída a los infiernos ratifica el ejercicio de honestidad que hizo al abandonar ese mundillo. Pero aún con todo, considero que el veneno planetista está en la dosis y, sobre todo, en la solemnidad con la que uno se tome su música. Si se escucha desde la suficiente distancia, se puede disfrutar del desahogo intimista del adolescente perpetuo sin caer en excesos de autocomplacencia. La identificación no siempre es apología.

Mañana, guardia de urgencias otra vez. 

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