DOMINGO
Abro los ojos al mediodía, y me arrastro hasta el sofá para ejercer de anfitrión con mis progenitores, que llevan horas arrebujados ante una radio portátil, sin querer molestar mucho ni inquirirle a su hijo acerca de qué clase de hogar es ese que no cuenta, no ya con una novia, sino con un mísero televisor. A pesar de que ellos consideran que interrumpen mi vida aquí, agradezco sus visitas tanto que hasta los saco a comer, buscando desesperadamente una Logroño mínimamente ilusionante. Fracaso, como es evidente. Aunque tampoco hacía falta devanarme los sesos: mi padre es un hombre capaz de apreciar los aspectos más prosaicos. De Logroño le gustan los parques y las aceras, amplias para albergar multitudes de peatones, llegado el caso. Un despilfarro, claro está. Como si hubiese tanta gente que, viviendo en esta ciudad, quisiese celebrarlo con paseos.
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LUNES
Cuando la conversación va a comenzar a despeñarse al entrar en valoraciones políticas en las que no vamos a ponernos de acuerdo, cambio de tema bruscamente y le hablo a mi padre de Nacho Vegas. Si algo queda del jovencito que fue es la sensibilidad musical, de modo que observa con inesperada curiosidad a ese melenudo melancólico, y recoge el guante descargando de YouTube una muestra para analizarla mejor. Una antología ligera, unos dos o tres terabytes.
Luego la selección hace el ridículo contra Marruecos, y entonces volvemos a nuestra habitual disensión, esta vez adjudicando culpabilidades en el bochorno, sin que nadie salga herido. Él despotrica sobre los jugadores diletantes y talentosos y yo abomino de los mastuerzos del esfuerzo y el tesón. Las puyas convertidas en zona de confort. Como debe ser.
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MARTES
Bromeo con algunos de los nuevos residentes en un descanso del pase de planta. La cara se les ilumina al contar anécdotas de sus primeras guardias. Se nota que disfrutan con la aventura que están iniciando, y mi bien alimentado cinismo no me impide sentir un esbozo de ternura. Inmediatamente recuerdo a Josep Pla: la ternura ante la inocencia, cuando se tienen veintiséis años, no deja de ser una impostación. En todo caso, menor que la máscara de asentimientos con la que simulo haber compartido su novedosa emoción en algún momento de mi primer año en el hospital.
Marcho a casa a las cinco, y la cruel Logroño, con todas sus extensas aceras, no me ofrece sombras que alivien mi camino hacia las humeantes alubias maternas, preparadas con afecto y sin previsión. Los insultos se me agotaron hace tiempo, así que camino en silencio. Acabo de darme cuenta de que, inconscientemente, atribuyo el género femenino gramatical a Logroño. Quién sabe si se trata de un rasgo oculto de misoginia. Será de tanto leer a Houellebecq.
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MIÉRCOLES
Despido a mis padres y acepto un plan de escapada de caminata y piscina a la casa de una compañera, en Ezcaray. La lluvia y el granizo deciden por nosotros, y acabamos almorzando de cuchara en el Echaurren. Yo acepto en homenaje a Arcadi Espada. La estrella Michelin parece flotar en el ambiente, así que mí me da vergüenza hasta tocar los cubiertos, como si al rozar uno inadecuado se fuese a descubrir mi tosquedad de cateto. La conversación pivota en torno a las responsabilidades injustamente remuneradas que hemos de asumir los sanitarios y de las fantasías que la gente piensa sobre nuestras precarias condiciones de trabajo. Racionalmente no puedo estar en desacuerdo con lo expuesto, pero me encuentro incapaz de conseguir un solo instante, no ya de corporativismo, sino de humilde cercanía.
Después de comer acabamos echando una siesta envueltos en mantas, probablemente el último paso que restaba para confirmar que los médicos constituyen una secta.
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JUEVES
El adjunto con el que roto esta semana es una persona inteligentísima y, aun así, humilde. Alguien decididamente admirable. Al principio me acogió con cierto recelo, habida cuenta de la especialidad que curso, a la que se añade mi torpeza con el programa informático. Pero con el paso de los días parece mirarme con otros ojos, bastante sorprendido por mi actitud trabajadora. Una vez más, he superado las expectativas iniciales de una persona. Me ocurre con frecuencia con las chicas: más de una confesó entre risas que jamás habría pensado enamorarse de mí tras nuestro primer encuentro, ni siquiera las pocas a las que les parecí atractivo desde el momento inicial. Rota la máscara de frívolo graciosete, gano más con el trato continuo, en perfusión. Como la morfina o el Real Madrid.
Por la tarde leo una entrevista estupenda a David Trueba y lamento no tener a mano ninguno de sus libros. Luego paso al resumen semanal de Jabois, comprobando con cierto asombro que ha hablado de Los Planetas y de Nacho Vegas, y por un momento miro el registro de visitas del blog a ver si me llevo una sorpresa. Sin embargo, nuestro más que demostrado parecido queda en un segundo plano al hojear sus esbozos de crónica de ambos conciertos. A los que ha asistido, claro, en Madrid. Una punzada de celos me hace daño auténtico, y me abalanzo sobre la tarjeta de crédito y la cartera con férrea determinación. Descubro, bastante orgulloso de mi mismo, que el billete para pasar el fin de semana ya lo había comprado ayer.