Tus
conversaciones con una mujer, perenne gasolina vital, han aumentado tu interés
acerca de una cuestión sobre la que llevas tiempo revoloteando, y por extensión
yo contigo. Te preguntas, me preguntas, sobre la naturaleza de tus gustos y
preferencias, tratando de establecer una relación de causa-consecuencia que
esclarezca las brumas del placer. Esta vez la motivación no es meramente de
índole descriptiva, como cuando charlábamos sobre el sexo y la pornografía. Tu
objetivo ahora es comprobar si, entendido el mecanismo, éste admitiría ciertas
modificaciones productivas.
Adentrarse
en el paisaje de la deconstrucción personal, de carácter inevitablemente
posmoderno, tiene una serie de riesgos si uno presenta pretensiones menos
literarias que científicas. En primer lugar, porque no es que se trate de un
océano donde no funcionen las brújulas, sino que casa mal con las consecuencias
jerárquicas derivadas del concepto de brújula (parámetros, referencias, norte,
sur, etc.). Además, la multicausalidad inherente a la vida aquí se multiplica
de un modo que nos pone muy difícil sacar conclusiones honestas más allá de los
esbozos y aproximaciones. Esta dificultad suprema no evita que multitud de
patanes, influidos por una teoría antropológica concreta (perdón por el
oxímoron) y con risible autosuficiencia intelectual, sienten cátedra argumentando
que ellos ya tienen la llave maestra que explica los porqués de nuestra
alienación. Aunque contendré mi desprecio. Que los martillos solo vean clavos puede
servirnos de ejemplo para impedir que acabemos como el borracho del chiste,
buscando debajo de una farola las llaves que se le han caído dos calles detrás,
sólo porque en esa acera sí que hay luz. Por último, existe un peligro añadido:
el montaje de un discurso reflexivo y elaborado suele condicionar y convencer
retroactivamente al volver a pensar sobre el asunto, cayendo en planteamientos
circulares. La deconstrucción es, por su naturaleza solipsista, una habitación
cerrada muy fácil de viciar y casi imposible de ventilar. Abundan los trajes a
medida que se convierten en callejones sin salida.
Una vez
subrayadas las limitaciones del análisis, paso a contarte mis opiniones al respecto.
No te van a sorprender, me temo. Considero que nos gusta lo que, en tanto que
animales simbólicos, nos sirve de herramienta para dar algún sentido a nuestra
existencia. Nos emocionamos con aquello que admiramos, con las plasmaciones alegóricas
de lo que nos gustaría ser. Pero también, y diría que por encima, con aquello
que se nos parece. La identificación se me antoja una de las claves de bóveda
de la explicación de nuestros afectos. Ya veo tu ceja alzada, un paso por
delante. Hasta qué punto no se entremezclan de forma tramposa ambos aspectos:
nos gusta lo que se nos parece en la medida que nos ennoblece, es decir, nos vincula
con lo que admiramos. Sorrentino y los elogios a la lucidez pausada, que tú
tienes miedo que sean apología de la autocomplacencia. Es posible. Pero acaso
esto pasa por alto nuestros apegos a
insignificancias, incluso a vulnerabilidades. A miserias reconocidas como
tales. No niego que la vanidad sea motor fundamental de la felicidad (hasta el
grafitero nihilista que escribió “La esperanza es lo último que se perdió” tuvo
que experimentar cierto cosquilleo con su ocurrencia; compartirla en una pared desmentía la implicación destructiva), pero no pocas veces el reconocimiento de lo compartido con el
otro nos desemboca en ternura y afecto sin que medie idealización alguna, más bien al contrario. Fascinación y afinidad, dos caras de la moneda, no sé de qué me
sonará esto.
Todos estos circunloquios se pueden resumir, a mi juicio. En última instancia, nos gusta lo que, de diferente manera, nos otorga momentos de certidumbre. Algunos se emocionan con la frase de la vida, los limones y la limonada, y otros requieren de ficciones más sofisticadas. Mas ese sentimiento, coyuntural y caduco, no es más que la plácida y desproporcionada recompensa a un instante de certeza. De sentido.
No
sé si el conocimiento humano puede acercarse a los porqués más fielmente que de
esta manera abstracta, tentativa y provisional, un tanto chapucera. Es probable
que salgas de este artículo más hambrienta que saciada, y ya lo siento. Pero
creo que la búsqueda de esos momentos de certeza devendrá más de la experiencia
que de la pura reflexión, o cuando menos de la reflexión sobre la experiencia
previa. Lo que provoca que, si tenemos verdadero interés, esquivemos la temida
inacción y el lamerse las heridas. Sólo a partir de la acumulación de los
diversos “cómos” podremos acaparar material para esbozar con algo de puntería
los “porqués”. Aprender antes de entender y domar, si es que llegamos a.
Procedo por coherencia, pues, a servirme un vino.
Sigue
con salud.
P.
P.
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