domingo, 13 de mayo de 2018

El Correo Andaluz (III)

Querida P.:

Tus conversaciones con una mujer, perenne gasolina vital, han aumentado tu interés acerca de una cuestión sobre la que llevas tiempo revoloteando, y por extensión yo contigo. Te preguntas, me preguntas, sobre la naturaleza de tus gustos y preferencias, tratando de establecer una relación de causa-consecuencia que esclarezca las brumas del placer. Esta vez la motivación no es meramente de índole descriptiva, como cuando charlábamos sobre el sexo y la pornografía. Tu objetivo ahora es comprobar si, entendido el mecanismo, éste admitiría ciertas modificaciones productivas.

Adentrarse en el paisaje de la deconstrucción personal, de carácter inevitablemente posmoderno, tiene una serie de riesgos si uno presenta pretensiones menos literarias que científicas. En primer lugar, porque no es que se trate de un océano donde no funcionen las brújulas, sino que casa mal con las consecuencias jerárquicas derivadas del concepto de brújula (parámetros, referencias, norte, sur, etc.). Además, la multicausalidad inherente a la vida aquí se multiplica de un modo que nos pone muy difícil sacar conclusiones honestas más allá de los esbozos y aproximaciones. Esta dificultad suprema no evita que multitud de patanes, influidos por una teoría antropológica concreta (perdón por el oxímoron) y con risible autosuficiencia intelectual, sienten cátedra argumentando que ellos ya tienen la llave maestra que explica los porqués de nuestra alienación. Aunque contendré mi desprecio. Que los martillos solo vean clavos puede servirnos de ejemplo para impedir que acabemos como el borracho del chiste, buscando debajo de una farola las llaves que se le han caído dos calles detrás, sólo porque en esa acera sí que hay luz. Por último, existe un peligro añadido: el montaje de un discurso reflexivo y elaborado suele condicionar y convencer retroactivamente al volver a pensar sobre el asunto, cayendo en planteamientos circulares. La deconstrucción es, por su naturaleza solipsista, una habitación cerrada muy fácil de viciar y casi imposible de ventilar. Abundan los trajes a medida que se convierten en callejones sin salida.

Una vez subrayadas las limitaciones del análisis, paso a contarte mis opiniones al respecto. No te van a sorprender, me temo. Considero que nos gusta lo que, en tanto que animales simbólicos, nos sirve de herramienta para dar algún sentido a nuestra existencia. Nos emocionamos con aquello que admiramos, con las plasmaciones alegóricas de lo que nos gustaría ser. Pero también, y diría que por encima, con aquello que se nos parece. La identificación se me antoja una de las claves de bóveda de la explicación de nuestros afectos. Ya veo tu ceja alzada, un paso por delante. Hasta qué punto no se entremezclan de forma tramposa ambos aspectos: nos gusta lo que se nos parece en la medida que nos ennoblece, es decir, nos vincula con lo que admiramos. Sorrentino y los elogios a la lucidez pausada, que tú tienes miedo que sean apología de la autocomplacencia. Es posible. Pero acaso esto pasa por alto nuestros apegos a insignificancias, incluso a vulnerabilidades. A miserias reconocidas como tales. No niego que la vanidad sea motor fundamental de la felicidad (hasta el grafitero nihilista que escribió “La esperanza es lo último que se perdió” tuvo que experimentar cierto cosquilleo con su ocurrencia; compartirla en una pared desmentía la implicación destructiva), pero no pocas veces el reconocimiento de lo compartido con el otro nos desemboca en ternura y afecto sin que medie idealización alguna, más bien al contrario. Fascinación y afinidad, dos caras de la moneda, no sé de qué me sonará esto.

Todos estos circunloquios se pueden resumir, a mi juicio. En última instancia, nos gusta lo que, de diferente manera, nos otorga momentos de certidumbre. Algunos se emocionan con la frase de la vida, los limones y la limonada, y otros requieren de ficciones más sofisticadas. Mas ese sentimiento, coyuntural y caduco, no es más que la plácida y desproporcionada recompensa a un instante de certeza. De sentido.

No sé si el conocimiento humano puede acercarse a los porqués más fielmente que de esta manera abstracta, tentativa y provisional, un tanto chapucera. Es probable que salgas de este artículo más hambrienta que saciada, y ya lo siento. Pero creo que la búsqueda de esos momentos de certeza devendrá más de la experiencia que de la pura reflexión, o cuando menos de la reflexión sobre la experiencia previa. Lo que provoca que, si tenemos verdadero interés, esquivemos la temida inacción y el lamerse las heridas. Sólo a partir de la acumulación de los diversos “cómos” podremos acaparar material para esbozar con algo de puntería los “porqués”. Aprender antes de entender y domar, si es que llegamos a.
Procedo por coherencia, pues, a servirme un vino.

Sigue con salud.
P.

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