domingo, 27 de mayo de 2018

Final de la Copa de Europa: Real Madrid 3 - Liverpool 1

Al tratar de describir algo verdaderamente grandioso se corre siempre el riesgo de morir por exceso. Lo más honesto es quizá limitarse a informar desde el laconismo. En el caso que nos ocupa: cuatro Copas de Europa en cinco años, trece en total. La afirmación puede parecer seca, pero el contenido resulta imponente y se evita hacer el ridículo, como esos escritores intensos que fracasan a la hora de describir el sexo y el orgasmo poniéndolo todo perdido de adjetivos, tanto que al final la escena parece una mantilla de encaje o algo grimoso antes que un polvo.

La hegemonía de este Real Madrid enamora porque resulta verdaderamente inexplicable, y uno solo puede amar lo que no consigue entender del todo. El Milán de Sacchi ganaba desde el achique de espacios, el Dream Team de Cruyff con el intercambio de golpes de un tridente inolvidable, y el Barcelona de Guardiola era una combinación perfecta de asfixiante posesión y presión leonina. El Madrid de Zidane es un canto a la incertidumbre, una mezcla entre los Harlem Globettroters y el ejército de Pancho Villa, con un aura marvelómana, casi de cómic, que le acompaña cuando apabulla y cuando está contra las cuerdas, como si los partidos fuesen la última de los Vengadores.

Entre los personajes principales destaca, por supuesto, el capitán, desde ayer parece que enemigo del Islam para siempre. Los mismos que hacían chanzas con su escaso cociente intelectual y afirmaban que de puro tonto poco menos que usa los dedos para sumar, lo acusan ahora de una maquiavélica capacidad de cálculo, convirtiendo un forcejeo en un avieso plan perfectamente orquestado para luxar hombros. Poco sueño le quita a Ramos la opinión pública, de modo que siguió peleándose con los delanteros hasta el final, repartiendo y recibiendo puñetazos en la nuca, más o menos como en una romería de pueblo. 

Liberado Marcelo del terror egipcio a su espalda, el Madrid pudo encontrarse en la final a partir de las combinaciones entre los centrocampistas. Kroos no había olvidado su compás y su transportador de ángulos, convirtiendo la medular en una clase de dibujo técnico, y Modric deambulaba por todas las zonas repartiendo víveres y apoyo y esquivando minas, como si aún fuese el crío refugiado que huía de las bombas en la guerra de los Balcanes. Isco estuvo errático, pero la peor versión del malagueño aún es capaz de ofrecer un puñado de desahogos y un tiro al larguero. El auténtico protagonista en la zona de tres cuartos fue Benzema, desaparecido toda la temporada para florecer en mayo. Se trata de un diletante talentoso, perdido en contradicciones y monólogos interiores, perezoso, cuyo gol anoche fue el máximo exponente del mínimo esfuerzo: nunca nadie sacó más rédito a estirar un pie con desgana. Karim es insoportable para las personas íntegras adictas al 24/7, que se desesperan ante su falta de ambiciones, y, Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso lo quiero tanto y le doy mi corazón.

Los ingleses estaban muertos y se encontraron el gol del empate, lo que obligó a Zidane a mover el banquillo cambiando juego por pegada. Bale, que tiene serias dificultades para leer lo que pide la situación en cada momento, ofrece a cambio un desbordante poderío físico, entre destartalado y peligrosísimo, como si se tratara de un gigante con la edad mental de seis años. Dos zarpazos, uno acrobático y otro de jugador de rubgy, sentenciaron la final y condenaron a Karius, que me temo siempre caminará solo cuando recuerde su desempeño. Cristiano, desaparecido los noventa minutos, obtuvo su cuota de protagonismo en las declaraciones quejumbrosas del final. A los que lo conocemos ya no nos molestan estas cosas, sabemos que se trata de nuestra folclórica particular, la Lola Flores de Madeira, y está bien así.

El Madrid volvió a la capital con la Decimotercera, por tercer año consecutivo. Desde que Carmena alcanzó la alcaldía de la ciudad los blancos no han perdido una sola eliminatoria en Europa: antes éramos el equipo de Franco y ahora el de Manuela. Más allá de lo poético del asunto, hay algo de coherencia. El Madrid de Zidane, primaveral y anárquico, épico en su desorden, es la antítesis de ese discurso tramposo liberal, tan simeonesco, de la cultura del esfuerzo, el mérito y demás catecismos de ICADE. Un equipo despojado de esos relatos legitimadores -menos legi que timadores- que embadurnan con su aceitosa pedagogía (a)social a la que te descuides. Un equipo de fútbol, nada más (¡y nada más!), pero nada menos. 

El equipo que siempre nos merecimos.

domingo, 13 de mayo de 2018

El Correo Andaluz (III)

Querida P.:

Tus conversaciones con una mujer, perenne gasolina vital, han aumentado tu interés acerca de una cuestión sobre la que llevas tiempo revoloteando, y por extensión yo contigo. Te preguntas, me preguntas, sobre la naturaleza de tus gustos y preferencias, tratando de establecer una relación de causa-consecuencia que esclarezca las brumas del placer. Esta vez la motivación no es meramente de índole descriptiva, como cuando charlábamos sobre el sexo y la pornografía. Tu objetivo ahora es comprobar si, entendido el mecanismo, éste admitiría ciertas modificaciones productivas.

Adentrarse en el paisaje de la deconstrucción personal, de carácter inevitablemente posmoderno, tiene una serie de riesgos si uno presenta pretensiones menos literarias que científicas. En primer lugar, porque no es que se trate de un océano donde no funcionen las brújulas, sino que casa mal con las consecuencias jerárquicas derivadas del concepto de brújula (parámetros, referencias, norte, sur, etc.). Además, la multicausalidad inherente a la vida aquí se multiplica de un modo que nos pone muy difícil sacar conclusiones honestas más allá de los esbozos y aproximaciones. Esta dificultad suprema no evita que multitud de patanes, influidos por una teoría antropológica concreta (perdón por el oxímoron) y con risible autosuficiencia intelectual, sienten cátedra argumentando que ellos ya tienen la llave maestra que explica los porqués de nuestra alienación. Aunque contendré mi desprecio. Que los martillos solo vean clavos puede servirnos de ejemplo para impedir que acabemos como el borracho del chiste, buscando debajo de una farola las llaves que se le han caído dos calles detrás, sólo porque en esa acera sí que hay luz. Por último, existe un peligro añadido: el montaje de un discurso reflexivo y elaborado suele condicionar y convencer retroactivamente al volver a pensar sobre el asunto, cayendo en planteamientos circulares. La deconstrucción es, por su naturaleza solipsista, una habitación cerrada muy fácil de viciar y casi imposible de ventilar. Abundan los trajes a medida que se convierten en callejones sin salida.

Una vez subrayadas las limitaciones del análisis, paso a contarte mis opiniones al respecto. No te van a sorprender, me temo. Considero que nos gusta lo que, en tanto que animales simbólicos, nos sirve de herramienta para dar algún sentido a nuestra existencia. Nos emocionamos con aquello que admiramos, con las plasmaciones alegóricas de lo que nos gustaría ser. Pero también, y diría que por encima, con aquello que se nos parece. La identificación se me antoja una de las claves de bóveda de la explicación de nuestros afectos. Ya veo tu ceja alzada, un paso por delante. Hasta qué punto no se entremezclan de forma tramposa ambos aspectos: nos gusta lo que se nos parece en la medida que nos ennoblece, es decir, nos vincula con lo que admiramos. Sorrentino y los elogios a la lucidez pausada, que tú tienes miedo que sean apología de la autocomplacencia. Es posible. Pero acaso esto pasa por alto nuestros apegos a insignificancias, incluso a vulnerabilidades. A miserias reconocidas como tales. No niego que la vanidad sea motor fundamental de la felicidad (hasta el grafitero nihilista que escribió “La esperanza es lo último que se perdió” tuvo que experimentar cierto cosquilleo con su ocurrencia; compartirla en una pared desmentía la implicación destructiva), pero no pocas veces el reconocimiento de lo compartido con el otro nos desemboca en ternura y afecto sin que medie idealización alguna, más bien al contrario. Fascinación y afinidad, dos caras de la moneda, no sé de qué me sonará esto.

Todos estos circunloquios se pueden resumir, a mi juicio. En última instancia, nos gusta lo que, de diferente manera, nos otorga momentos de certidumbre. Algunos se emocionan con la frase de la vida, los limones y la limonada, y otros requieren de ficciones más sofisticadas. Mas ese sentimiento, coyuntural y caduco, no es más que la plácida y desproporcionada recompensa a un instante de certeza. De sentido.

No sé si el conocimiento humano puede acercarse a los porqués más fielmente que de esta manera abstracta, tentativa y provisional, un tanto chapucera. Es probable que salgas de este artículo más hambrienta que saciada, y ya lo siento. Pero creo que la búsqueda de esos momentos de certeza devendrá más de la experiencia que de la pura reflexión, o cuando menos de la reflexión sobre la experiencia previa. Lo que provoca que, si tenemos verdadero interés, esquivemos la temida inacción y el lamerse las heridas. Sólo a partir de la acumulación de los diversos “cómos” podremos acaparar material para esbozar con algo de puntería los “porqués”. Aprender antes de entender y domar, si es que llegamos a.
Procedo por coherencia, pues, a servirme un vino.

Sigue con salud.
P.