Al tratar de describir algo verdaderamente grandioso se corre siempre el riesgo de morir por exceso. Lo más honesto es quizá limitarse a informar desde el laconismo. En el caso que nos ocupa: cuatro Copas de Europa en cinco años, trece en total. La afirmación puede parecer seca, pero el contenido resulta imponente y se evita hacer el ridículo, como esos escritores intensos que fracasan a la hora de describir el sexo y el orgasmo poniéndolo todo perdido de adjetivos, tanto que al final la escena parece una mantilla de encaje o algo grimoso antes que un polvo.
La hegemonía de este Real Madrid enamora porque resulta verdaderamente inexplicable, y uno solo puede amar lo que no consigue entender del todo. El Milán de Sacchi ganaba desde el achique de espacios, el Dream Team de Cruyff con el intercambio de golpes de un tridente inolvidable, y el Barcelona de Guardiola era una combinación perfecta de asfixiante posesión y presión leonina. El Madrid de Zidane es un canto a la incertidumbre, una mezcla entre los Harlem Globettroters y el ejército de Pancho Villa, con un aura marvelómana, casi de cómic, que le acompaña cuando apabulla y cuando está contra las cuerdas, como si los partidos fuesen la última de los Vengadores.
Entre los personajes principales destaca, por supuesto, el capitán, desde ayer parece que enemigo del Islam para siempre. Los mismos que hacían chanzas con su escaso cociente intelectual y afirmaban que de puro tonto poco menos que usa los dedos para sumar, lo acusan ahora de una maquiavélica capacidad de cálculo, convirtiendo un forcejeo en un avieso plan perfectamente orquestado para luxar hombros. Poco sueño le quita a Ramos la opinión pública, de modo que siguió peleándose con los delanteros hasta el final, repartiendo y recibiendo puñetazos en la nuca, más o menos como en una romería de pueblo.
Liberado Marcelo del terror egipcio a su espalda, el Madrid pudo encontrarse en la final a partir de las combinaciones entre los centrocampistas. Kroos no había olvidado su compás y su transportador de ángulos, convirtiendo la medular en una clase de dibujo técnico, y Modric deambulaba por todas las zonas repartiendo víveres y apoyo y esquivando minas, como si aún fuese el crío refugiado que huía de las bombas en la guerra de los Balcanes. Isco estuvo errático, pero la peor versión del malagueño aún es capaz de ofrecer un puñado de desahogos y un tiro al larguero. El auténtico protagonista en la zona de tres cuartos fue Benzema, desaparecido toda la temporada para florecer en mayo. Se trata de un diletante talentoso, perdido en contradicciones y monólogos interiores, perezoso, cuyo gol anoche fue el máximo exponente del mínimo esfuerzo: nunca nadie sacó más rédito a estirar un pie con desgana. Karim es insoportable para las personas íntegras adictas al 24/7, que se desesperan ante su falta de ambiciones, y, Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso lo quiero tanto y le doy mi corazón.
Los ingleses estaban muertos y se encontraron el gol del empate, lo que obligó a Zidane a mover el banquillo cambiando juego por pegada. Bale, que tiene serias dificultades para leer lo que pide la situación en cada momento, ofrece a cambio un desbordante poderío físico, entre destartalado y peligrosísimo, como si se tratara de un gigante con la edad mental de seis años. Dos zarpazos, uno acrobático y otro de jugador de rubgy, sentenciaron la final y condenaron a Karius, que me temo siempre caminará solo cuando recuerde su desempeño. Cristiano, desaparecido los noventa minutos, obtuvo su cuota de protagonismo en las declaraciones quejumbrosas del final. A los que lo conocemos ya no nos molestan estas cosas, sabemos que se trata de nuestra folclórica particular, la Lola Flores de Madeira, y está bien así.
El Madrid volvió a la capital con la Decimotercera, por tercer año consecutivo. Desde que Carmena alcanzó la alcaldía de la ciudad los blancos no han perdido una sola eliminatoria en Europa: antes éramos el equipo de Franco y ahora el de Manuela. Más allá de lo poético del asunto, hay algo de coherencia. El Madrid de Zidane, primaveral y anárquico, épico en su desorden, es la antítesis de ese discurso tramposo liberal, tan simeonesco, de la cultura del esfuerzo, el mérito y demás catecismos de ICADE. Un equipo despojado de esos relatos legitimadores -menos legi que timadores- que embadurnan con su aceitosa pedagogía (a)social a la que te descuides. Un equipo de fútbol, nada más (¡y nada más!), pero nada menos.
El equipo que siempre nos merecimos.