domingo, 24 de diciembre de 2017

J. 17. Real Madrid 0 - Barcelona 3

Con el paso de los meses, una pareja que es realmente compatible comparte referencias comunes y, en no pocas ocasiones, uno se sorprende completando las frases de la otra persona, o adivinando la respuesta que ésta va a dar ante una situación concreta.  Como mínimo, se consigue comprender al otro y sus porqués, aunque no se esté de acuerdo. Esto, claro, tiene consecuencias.  Toda cercanía arruina el misterio, lo que puede decepcionar o fortalecer.

En la plácida historia de amor entre Zidane y el madridismo, hemos pasado de no entender un ápice de sus estrategias y argucias (al conjunto de movimientos inexplicables, confusos y hasta contraproducentes se convino en llamarlo flor, con un indisimulado afán de menosprecio; ya se sabe que al Madrid, al no traerlo de serie, el relato se lo escriben otros) a empezar a intuir los mecanismos racionales en que se basan sus planteamientos. En el Clásico, por ejemplo, la inclusión de Kovacic resultó arriesgada pero inteligible. El croata presionaba a Busquets cuando el Barça se hallaba en campo propio, para a continuación no despegarse de Messi en cuanto los blaugranas atravesaban la divisoria. Esta doble función le causó muchos problemas al Barcelona en la primera mitad, inhabilitándolo para una salida limpia y con el mejor jugador del mundo ahogado en tres cuartos, sin tocar la pelota. El plan no salió redondo porque el Madrid tiene una delantera roma, incapaz de crearle problemas verdaderamente serios a una defensa ni aunque por ella campee Vermaelen, y sin el último pase de Isco no hay forma de concretar el encaje de bolillos.

En la segunda mitad, Valverde hizo una lectura inteligente del panorama y movió sus piezas. Desplazó a Messi hasta la frontal del área, separándolo de Busquets, y Kovacic, pese a su fenomenal despliegue, se vio impotente para continuar con su doble encargo. Prefirió marcar al argentino, enviando a un desnortado Casemiro a tierra de nadie (el brasileño sufre si lo sacas de las cuatro reglas, posee menos lectura del juego que una mesa camilla) y dejando pasillos expeditos entre las separadísimas líneas blancas. Con el equipo partido, el Barcelona arrasó finiquitando el encuentro. Los cambios llegaron tarde y ahí también pudimos leer con claridad lo que pasaba por la mente de Zizou. Pánico a la goleada.

Tras el 0-2, el Madrid tuvo su arreón, mereció algún golito y que Ramos, quien demasiadas veces confunde la casta con la violencia, acabase en la caseta. Lo que vino fue el tercero, la celebración culé y el adiós a la liga.

Se dirá que es una buena noticia que Zidane se haya convertido en escrutable para el aficionado de a pie. Se dirá que se trata de una humanización de las excentricidades anteriores, tiros a priori en el pie que acababan asesinando al adversario mientras él sonreía en el banquillo, indiscernible si entre lo audaz o lo bobalicón. Se dirá que los cronistas ya podemos despiezar sus intenciones en el tapete. Se dirá, y con razón, que Zidane es uno más entre nosotros. Uno más sujeto a vendavales.

Se dirán gilipolleces.

Lo último que el Madrid requiere, y más en una temporada tan difícil como ésta, es gente como nosotros. Dubitativos, miedosos y contradictorios. El Madrid necesita héroes, énfasis, acometidas. Oráculos, aunque resulten inexplicables. Como una relación necesita, además de la benéfica estabilidad de lo cotidiano, su punto de, si no misterio, al menos idealización. No en vano ambos, el amor y el Madrid, constituyen los únicos mitos capaces de otorgarnos felicidad auténtica a los más escépticos.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Melancolía madridista

Un cielo gris y plomizo, bocanadas de aire espeso y turbio y un malestar tan emocional como físico que se torna insoportable para los que acabamos de descubrir la hipocondría. No, mi postal de la capital en las últimas fechas no insta a recitar a Quiñones de Benavente. Por el contrario, escarba en el lado malo de mi ciclotimia. Entre agitado y triste, paso al lado del Bernabéu. Con la luz marchita de esta mañana, la mole ha perdido parte de su imponente fortaleza, y adquiere un matiz oscuro, casi mustio.

El Madrid y yo no somos como esas mujeres que sincronizan su menstruación. He pasado grandes épocas en las que el equipo se arrastraba, incapaz de seguirme el ritmo (en esas fechas yo experimentaba por momentos una sensación de felicidad incompleta). Otras veces, hundido por diversas circunstancias, el Madrid suponía un alivio, una suerte de bálsamo ridículo y eficaz. Hoy miro al estadio en busca de consuelo y veo hercúleos esfuerzos para mantenerse a ocho puntos del líder y un esperpento en grado de tentativa frente al Fuenlabrada, en Copa. La coordinación de ánimos, esta vez sí, ha resultado precisa.

Echo un ojo al calendario. Mañana hay un Athletic-Real Madrid. Puede constituir la puntilla de esta temporada. Noto entonces cierta excitación, y recuerdo por qué me siento tan unido al club. El mayor de mis miedos, y el que más alimenta mi hipocondría, es el pánico a lo irreversible. A las opciones que se cierran en la vida, de manera imprevista y para siempre. Alguien lúcido contestará que esto supone el miedo a la vida misma, y no le faltará razón. El Madrid, por el contrario, es una eterna puerta de par en par. Despojado de la red del relato de la que gozan sus máximos rivales (da igual lo que les suceda porque siempre tienen premio de consolación literario), juega a tumba abierta cada encuentro. Borrón y cuenta nueva. La injusticia de que no cuente nada de lo que has conseguido supone a la vez el privilegio de una infinita nueva oportunidad. Un eterno retorno salvador. Se trata de transformar el inconformismo, paradójicamente, en zona de confort. Nada tienes, salvo una inagotable bola extra.

Cuántas veces necesitamos creer en ese ficticio oasis en el que cada nuevo amanecer es siempre una esperanza para el hombre. Por desgracia, la vida lo desmiente ofreciéndonos instantes traumáticos, puntos de inflexión a partir de los cuales no hay vuelta atrás. Por eso el Madrid es, algunas veces, más grande que la vida.