Con el paso de los meses, una pareja que es realmente compatible comparte referencias comunes y, en no pocas ocasiones, uno se sorprende completando las frases de la otra persona, o adivinando la respuesta que ésta va a dar ante una situación concreta. Como mínimo, se consigue comprender al otro y sus porqués, aunque no se esté de acuerdo. Esto, claro, tiene consecuencias. Toda cercanía arruina el misterio, lo que puede decepcionar o fortalecer.
En la plácida historia de amor entre Zidane y el madridismo, hemos pasado de no entender un ápice de sus estrategias y argucias (al conjunto de movimientos inexplicables, confusos y hasta contraproducentes se convino en llamarlo flor, con un indisimulado afán de menosprecio; ya se sabe que al Madrid, al no traerlo de serie, el relato se lo escriben otros) a empezar a intuir los mecanismos racionales en que se basan sus planteamientos. En el Clásico, por ejemplo, la inclusión de Kovacic resultó arriesgada pero inteligible. El croata presionaba a Busquets cuando el Barça se hallaba en campo propio, para a continuación no despegarse de Messi en cuanto los blaugranas atravesaban la divisoria. Esta doble función le causó muchos problemas al Barcelona en la primera mitad, inhabilitándolo para una salida limpia y con el mejor jugador del mundo ahogado en tres cuartos, sin tocar la pelota. El plan no salió redondo porque el Madrid tiene una delantera roma, incapaz de crearle problemas verdaderamente serios a una defensa ni aunque por ella campee Vermaelen, y sin el último pase de Isco no hay forma de concretar el encaje de bolillos.
En la segunda mitad, Valverde hizo una lectura inteligente del panorama y movió sus piezas. Desplazó a Messi hasta la frontal del área, separándolo de Busquets, y Kovacic, pese a su fenomenal despliegue, se vio impotente para continuar con su doble encargo. Prefirió marcar al argentino, enviando a un desnortado Casemiro a tierra de nadie (el brasileño sufre si lo sacas de las cuatro reglas, posee menos lectura del juego que una mesa camilla) y dejando pasillos expeditos entre las separadísimas líneas blancas. Con el equipo partido, el Barcelona arrasó finiquitando el encuentro. Los cambios llegaron tarde y ahí también pudimos leer con claridad lo que pasaba por la mente de Zizou. Pánico a la goleada.
Tras el 0-2, el Madrid tuvo su arreón, mereció algún golito y que Ramos, quien demasiadas veces confunde la casta con la violencia, acabase en la caseta. Lo que vino fue el tercero, la celebración culé y el adiós a la liga.
Se dirá que es una buena noticia que Zidane se haya convertido en escrutable para el aficionado de a pie. Se dirá que se trata de una humanización de las excentricidades anteriores, tiros a priori en el pie que acababan asesinando al adversario mientras él sonreía en el banquillo, indiscernible si entre lo audaz o lo bobalicón. Se dirá que los cronistas ya podemos despiezar sus intenciones en el tapete. Se dirá, y con razón, que Zidane es uno más entre nosotros. Uno más sujeto a vendavales.
Se dirán gilipolleces.
Lo último que el Madrid requiere, y más en una temporada tan difícil como ésta, es gente como nosotros. Dubitativos, miedosos y contradictorios. El Madrid necesita héroes, énfasis, acometidas. Oráculos, aunque resulten inexplicables. Como una relación necesita, además de la benéfica estabilidad de lo cotidiano, su punto de, si no misterio, al menos idealización. No en vano ambos, el amor y el Madrid, constituyen los únicos mitos capaces de otorgarnos felicidad auténtica a los más escépticos.
En la plácida historia de amor entre Zidane y el madridismo, hemos pasado de no entender un ápice de sus estrategias y argucias (al conjunto de movimientos inexplicables, confusos y hasta contraproducentes se convino en llamarlo flor, con un indisimulado afán de menosprecio; ya se sabe que al Madrid, al no traerlo de serie, el relato se lo escriben otros) a empezar a intuir los mecanismos racionales en que se basan sus planteamientos. En el Clásico, por ejemplo, la inclusión de Kovacic resultó arriesgada pero inteligible. El croata presionaba a Busquets cuando el Barça se hallaba en campo propio, para a continuación no despegarse de Messi en cuanto los blaugranas atravesaban la divisoria. Esta doble función le causó muchos problemas al Barcelona en la primera mitad, inhabilitándolo para una salida limpia y con el mejor jugador del mundo ahogado en tres cuartos, sin tocar la pelota. El plan no salió redondo porque el Madrid tiene una delantera roma, incapaz de crearle problemas verdaderamente serios a una defensa ni aunque por ella campee Vermaelen, y sin el último pase de Isco no hay forma de concretar el encaje de bolillos.
En la segunda mitad, Valverde hizo una lectura inteligente del panorama y movió sus piezas. Desplazó a Messi hasta la frontal del área, separándolo de Busquets, y Kovacic, pese a su fenomenal despliegue, se vio impotente para continuar con su doble encargo. Prefirió marcar al argentino, enviando a un desnortado Casemiro a tierra de nadie (el brasileño sufre si lo sacas de las cuatro reglas, posee menos lectura del juego que una mesa camilla) y dejando pasillos expeditos entre las separadísimas líneas blancas. Con el equipo partido, el Barcelona arrasó finiquitando el encuentro. Los cambios llegaron tarde y ahí también pudimos leer con claridad lo que pasaba por la mente de Zizou. Pánico a la goleada.
Tras el 0-2, el Madrid tuvo su arreón, mereció algún golito y que Ramos, quien demasiadas veces confunde la casta con la violencia, acabase en la caseta. Lo que vino fue el tercero, la celebración culé y el adiós a la liga.
Se dirá que es una buena noticia que Zidane se haya convertido en escrutable para el aficionado de a pie. Se dirá que se trata de una humanización de las excentricidades anteriores, tiros a priori en el pie que acababan asesinando al adversario mientras él sonreía en el banquillo, indiscernible si entre lo audaz o lo bobalicón. Se dirá que los cronistas ya podemos despiezar sus intenciones en el tapete. Se dirá, y con razón, que Zidane es uno más entre nosotros. Uno más sujeto a vendavales.
Se dirán gilipolleces.
Lo último que el Madrid requiere, y más en una temporada tan difícil como ésta, es gente como nosotros. Dubitativos, miedosos y contradictorios. El Madrid necesita héroes, énfasis, acometidas. Oráculos, aunque resulten inexplicables. Como una relación necesita, además de la benéfica estabilidad de lo cotidiano, su punto de, si no misterio, al menos idealización. No en vano ambos, el amor y el Madrid, constituyen los únicos mitos capaces de otorgarnos felicidad auténtica a los más escépticos.