viernes, 19 de julio de 2019

Qué puedo hacer (21)

VIERNES
Voy con I. al concierto de Nacho Vegas, con pocas expectativas acerca de la calidad del directo. No obstante, el genio asturiano me da una valiosa lección: la actuación es impecable y yo me lo paso como un enano. Una prima de I., que se ufana en sus pequeñas demostraciones de poder, nos consigue una entrada para el backstage y me saco una foto con el cantante, que a esas alturas se halla en un estado lamentable. La surrealista escena termina conmigo caminando junto a Nacho por el Paseo del Salón durante unos minutos, sin dirigirnos la palabra, temeroso yo de romper su onirismo. En ese momento recuerdo por qué aborrezco conocer a las personas que admiro artísticamente. Mi ausencia de mitomanía resulta, paradójicamente, una forma de protección del mito. 

LUNES
Ya de vuelta en Logroño, un triple milagroso de Carroll al Barcelona me otorga el valor necesario para incluir mi poema preferido de William Blake, El tigre, en una crónica deportiva. Aunque si J.M. DeMatteis se atrevió a hacerlo en La última cacería de Kraven -probablemente una de las mejores tres sagas de la historia de Spiderman, un héroe cuyo éxito deviene más de la rutina del personaje que de momentos puntuales-, por qué no iba a tener cabida, me digo. El resultado me deja bastante contento, aun sin poder llegar a compararse con la obra de arte comiquera. 

VIERNES
El Madrid se proclama campeón de liga de baloncesto mientras estoy de guardia en Alberite, pero el adjunto me cubre las dos horas del partido. Por la noche me quedo hasta las tantas elaborando la crónica. Nunca he trabajado más que en estas semanas desde que me instalé en La Rioja, aunque claro, sarna con gusto no pica. 

DOMINGO
El fin de semana en la selva de Irati me oxigena el cuerpo y la mente. Me encuentro tan a gusto con M. que mi verborrea casi la sepulta. Ella asegura que no le importa. No lo tengo tan claro. 

LUNES
Historias de Nueva York se trata de una película irregular. La historia de Allen tiene un componente divertido, pero el absurdo excesivo de la trama me termina por saturar. La perpetrada por Coppola me resulta un pestiño infame de principio a fin. Mi preferida es la de Scorsese, con un extraordinario Nick Nolte en el papel de un artista torturado y patético en sus miserias sentimentales. A priori, un 33% de disfrute no parece gran cosa, mas en un universo donde la mediocridad pretenciosa reina a espuertas, supone un porcentaje considerable desde el punto de vista cuantitativo -si no, que le pregunten a los discapacitados-. La vida consiste en un constante reajuste de las expectativas, concluyo.

MARTES
Tarde en la piscina de C. Por la noche acabo el pseudoensayo de Stephens-Davidowitz, al que llegué, como tantas otras veces, gracias a Arcadi. Promete mucho más de lo que ofrece, aunque deja algunas pinceladas curiosas sobre estadísticas de búsquedas pornográficas. Por el contrario, el comienzo del librito de Judith Duportail sobre Tinder regala agudas ocurrencias y una descripción de la intimidad, con sus inseguridades, realmente certera. Lo apunto para futuros regalos y me acuesto pronto, antes de mi guardia de Urgencias.

VIERNES
En la cena del Colegio de Médicos estoy casi siempre fuera de sitio, salvo cuando comparto espacio con H. Sin dramas, alardes, intensidades ni estridencias, se trata de una comodidad basada en la naturalidad. Tan extraña como real.

MIÉRCOLES
Como a Pla, cuando los quehaceres me abruman me sumo en la improductividad, de modo que arrastro a M. y a J. a salir de copas un miércoles por Logroño, como si nuestra vida se tratase de un monólogo de Goyo Jiménez. Antes de marcharme y dejarlos abandonados a su suerte, organizo una celebración de cumpleaños para I., sin I., en una genialidad táctica sin precedentes. 

SÁBADO
Si la disyuntiva para el fin de semana está entre homosexuales y encierros con toros, lo tengo claro. Y, en cuestiones de ocio, el acierto en mis elecciones es absolutamente antagónico respecto a las laborales. Mi mañana en Madrid en el día del Orgullo lo tiene todo, incluyendo un almuerzo con P. y su novia con tertulia sobre feminismo y Venezuela. Esto es, un almuerzo como en los tiempos de la universidad, el Paraíso perdido que describía Milton. Por la tarde me reúno con C., I. y H., y el cansancio y hastío de las dos primeras nos dejan a solas. Charlamos casi al descuido, hasta que los acontecimientos se precipitan y acabamos besándonos durante horas, como en una canción de Los Brincos. Mi mente desea pensar que sus dudas pivotan en torno al comprensible miedo a la felicidad cuando ésta te coloca en la ley del todo o nada, y no vienen motivadas por ninguna otra razón. Se avecinan días de espera. Acostumbrado a la apatía, toda una montaña rusa para mi espíritu.

MARTES
Conversación con H., en la que nada queda resuelto del todo porque algunas digestiones son pesadas, pero la atmósfera es plácida, como siempre. Me muestro generoso sin que eso suponga ninguna cesión por mi parte, y creo que acierto al expresarme. Al despedirnos flota en el aire una tensión inconcreta cuya vibración casi se puede escuchar.

SÁBADO
Después de una semana repleta de guardias, el viaje a Hondarribia y Hendaya me viene bien, aunque ando algo sumido en mis pensamientos. Por la noche vuelvo a ejercer de payaso carismático, el Pablo superficial de tantas veladas, que es capaz de salir con gracejo hasta cuando le insultan por madridista. El reggaetón posterior a la cena me ayuda a evadirme un poco, y los curiosos miran con estupor mis bailes con C., confieso que algunos de ellos al nivel de la escena introductoria de La Gran Belleza, esa Dolce Vita del siglo XXI. Sin embargo, me abstengo de ironizar sobre la timidez de los vascos y los sketches de Vaya Semanita. Estoy madurando.

DOMINGO
Me paso el día abstraído leyendo prensa en el móvil, tanto en San Juan de Luz como en el viaje de regreso. Acabados El País, El Diario, El Mundo, El ABC, y La Vanguardia, termino en Vanity Fair, donde me topo con el titular de una entrevista a Ana Belén: "Ya no me siento comunista". Suspiro. Siempre tan bella como sinvergüenza. 

MIÉRCOLES
Tarde de cine con H. Somos un poco como dos adolescentes, y a ambos nos hace gracia y no lo evitamos. La gente que pasa a nuestro alrededor y lanza alguna mirada hace que, al volver a casa, piense en el amor. Contemplado desde fuera, objetivamente se trata de algo ridículo, igual que el sexo -un hombre montando a horcajadas a una mujer-, mientras que, desde dentro, resulta fascinante y cargado de sentido. Todo ello a pesar de su innegable condición lúdica; uno se lo toma con la misma seriedad con que un niño se toma sus juegos. 

Ambos enfoques me parecen parciales e incompletos, y rotan alrededor del eje de la solemnidad. El amor es ridículo desde fuera porque, lejos del simbolismo y la química, se antoja sobredimensionado y poco solemne -"pero míralos cómo se comen el uno al otro, qué exageración"-. Y resulta pleno desde dentro porque en ese momento te colma, convirtiéndose en demasiado solemne -de ahí derivan luego los sufrimientos o las toxicidades, querer que nos necesiten, etc.-. 

El amor lúcido sería el que te colma sin que la solemnidad te pringue. Se necesita cierta distancia, pero eso es limitante en cuanto a intensidad, y por tanto contraproducente. Al principio me gusta ese concepto de amor en dosis exactas, pero luego lo desecho con una mueca de irritación. Me resisto a pasarme la vida calculando cuadraturas del círculo.