viernes, 1 de julio de 2016

Mi mundo interior

-Tiene un gran mundo interior.
-Sí, como los subnormales y los autistas.

Existe el tópico de que uno entiende verdaderamente las cosas con la experiencia. Es decir, que una venda o unos arreos de ingenuidad  nos ocultan o sesgan la realidad hasta que la vivimos, y es ese contacto tangible el que nos proporciona el conocimiento. En mi caso, no estoy tan seguro. Yo no me entero auténticamente de la mayoría de mis vivencias sino hasta pensar sobre ellas, pasado un tiempo. Mi riguroso carácter (ignoro hasta qué punto es signo de entereza y no de debilidad) hace que, para asimilarlas, deba someterlas a análisis y las encaje de manera más o menos coherente en el poliedro irregular de mi conciencia y mi memoria. No se me malinterprete, odio a los intensitos: mi objetivo (mi necesidad, ¡mi utopía!) es el orden. Como la mayor parte de lo que me ocurre, ay, carece de especial grandeza, mi desarrollada habilidad para el soliloquio lo despacha en pocos segundos. “Esto fue por aquello y aquello. Arreglado”. Como los periodistas perezosos, que de inmediato atribuyen sentidos facilones a los hechos relatados para sacar la columna del día siguiente, pero acertando a menudo.

Otras veces, no obstante, el suceso presenta una gama menos escueta de interpretaciones; entonces me pongo las botas. Lo observo desde todos los ángulos posibles, rebusco debajo de cada uno de los matices, y elaboro una desesperante sucesión de juicios en los que interpreto al fiscal, al jurado, al acusado, al testigo protegido y hasta al celador. Y así, poco a poco, termina decantando una verdad resultante, amorfa pero consistente, que convence tanto por el contenido como por lo trabajado del mismo. Queda archivada en el correspondiente pedestal, y cada poco puede uno revisitarla con la íntima (y ridícula) satisfacción de quien contempla un logro para consigo mismo. La mirada puede ser nostálgica o dolorosa, pero siempre un asidero. Tentarse la ropa.

Sin embargo, hay ocasiones en que, pese a que el enloquecido escrutinio de lo que me pasó fue impecable, el transcurrir de los años me otorga una nueva perspectiva. Bien por una mayor información, bien por una mejor capacidad para establecer relaciones de causa-consecuencia, es irrelevante. De repente, casi siempre en un chispazo de genialidad instantánea, como la que lleva a despejar la equis o pegarse un tiro, la verdad aparece desnuda ante mí, con una estructura corpórea sustancialmente diferente a la que le había otorgado. Al inevitable éxtasis se le añade, entonces, la desagradable angustia de quien, después de alcanzar cotas olímpicas en el ejercicio de la duda, comprueba lo precario de su posición, presuntamente definitiva. Por muy acostumbrado que esté, jamás me libro de, al menos, un leve zarandeo vertiginoso, que impide disfrutar plenamente del maravilloso triunfo que implica quitar la broza. Quizá porque asumir la naturaleza dinámica de mi concienzudo orden invalida mis yos pasados. O quizá por la sonrojante paradoja de que, al fin y al cabo, hasta aceptar la falta de certezas constituye una de ellas.