-Tiene un gran mundo interior.
-Sí, como los subnormales y los autistas.
Existe el tópico de que uno entiende
verdaderamente las cosas con la experiencia. Es decir, que una venda o unos
arreos de ingenuidad nos ocultan o sesgan
la realidad hasta que la vivimos, y es ese contacto tangible el que nos
proporciona el conocimiento. En mi caso, no estoy tan seguro. Yo no me entero auténticamente de la mayoría de mis
vivencias sino hasta pensar sobre ellas, pasado un tiempo. Mi riguroso carácter
(ignoro hasta qué punto es signo de entereza y no de debilidad) hace que, para
asimilarlas, deba someterlas a análisis y las encaje de manera más o menos
coherente en el poliedro irregular de mi conciencia y mi memoria. No se me
malinterprete, odio a los intensitos: mi objetivo (mi necesidad, ¡mi utopía!) es
el orden. Como la mayor parte de lo que me ocurre, ay, carece de especial
grandeza, mi desarrollada habilidad para el soliloquio lo despacha en pocos
segundos. “Esto fue por aquello y
aquello. Arreglado”. Como los periodistas perezosos, que de inmediato
atribuyen sentidos facilones a los hechos relatados para sacar la columna del día
siguiente, pero acertando a menudo.
Otras veces, no obstante, el
suceso presenta una gama menos escueta de interpretaciones; entonces me pongo
las botas. Lo observo desde todos los ángulos posibles, rebusco debajo de cada
uno de los matices, y elaboro una desesperante sucesión de juicios en los que
interpreto al fiscal, al jurado, al acusado, al testigo protegido y hasta al
celador. Y así, poco a poco, termina decantando una verdad resultante, amorfa
pero consistente, que convence tanto por el contenido como por lo trabajado del
mismo. Queda archivada en el correspondiente pedestal, y cada poco puede uno
revisitarla con la íntima (y ridícula) satisfacción de quien contempla un logro
para consigo mismo. La mirada puede ser nostálgica o dolorosa, pero siempre un
asidero. Tentarse la ropa.
Sin embargo, hay ocasiones en que,
pese a que el enloquecido escrutinio de lo que me pasó fue impecable, el
transcurrir de los años me otorga una nueva perspectiva. Bien por una mayor
información, bien por una mejor capacidad para establecer relaciones de
causa-consecuencia, es irrelevante. De repente, casi siempre en un chispazo de
genialidad instantánea, como la que lleva a despejar la equis o pegarse un
tiro, la verdad aparece desnuda ante mí, con una estructura corpórea
sustancialmente diferente a la que le había otorgado. Al inevitable éxtasis se
le añade, entonces, la desagradable angustia de quien, después de alcanzar
cotas olímpicas en el ejercicio de la duda, comprueba lo precario de su
posición, presuntamente definitiva. Por muy acostumbrado que esté, jamás me
libro de, al menos, un leve zarandeo vertiginoso, que impide disfrutar
plenamente del maravilloso triunfo que implica quitar la broza. Quizá porque asumir
la naturaleza dinámica de mi concienzudo orden invalida mis yos pasados. O
quizá por la sonrojante paradoja de que, al fin y al cabo, hasta aceptar la
falta de certezas constituye una de ellas.