domingo, 29 de mayo de 2016

El Madrid qué, ¿otra vez campeón de Europa?

La final de la copa de Europa ha ofrecido las más variopintas situaciones a lo largo de su historia. Anoche, en un nuevo giro de tuerca, aportó el más difícil todavía: la inversión de papeles. Respecto a Lisboa, el Madrid fue el Atleti, y viceversa. El reparto de lágrimas y alegrías, sin embargo, no cambió, lo que quizá deba hacer reflexionar a muchos.

Salió el Madrid con flema, punzante, arremolinado en torno a Kroos y Modric, dispuesto a zarandear al Atleti, temeroso de sus fantasmas. El tiralíneas alemán y las prolongaciones y arrastres de Bale terminaron en la espinilla de Casemiro y en la pierna, ligeramente adelantada, de Ramos. Los veinte primeros minutos fueron primorosos, y, a partir del 1-0, el partido aparentó estar cuesta abajo. Sin embargo, el conjunto blanco desistió de su condición autoritaria, en un ejercicio tan piadoso como inexplicable.

Pensábamos que Zidane bebía de las fuentes de Ancelotti, aquel equipo caracterizado por la joie de vivre, y nada más lejos. Tras el conservadurismo mourinhista, el Madrid socialdemócrata de Carletto nos recordaba a Zapatero, ceja aparte. Por su derroche continuo de alegría en ataque, su despreocupación en la cuadratura de los presupuestos defensivos y un cierto infantilismo naif que alcanzó su cénit con la apuesta por el repóker de mediapuntas en un mundo de trivotes y mediocentros defensivos. La mejor primera vuelta de nuestras vidas. Sin embargo, Zidane ha resultado un reformista à la Renzi: golpea pero no demasiado, su equipo juega desde la moderación. Es cierto que, como se ve cuando combinan aisladamente, no renuncia a la belleza, pero trata de asociarla a la contención antes que a la desmesura. El tipo de hermosura que transmite un seno femenino visto de perfil. 

En la segunda parte, no obstante, se vio desarbolado por el Atlético. Obligado a enfrentarse a una réplica de sí mismo, el club rojiblanco comprobó en sus propias carnes el dolor que han ido repartiendo a lo largo de estos años por los campos de España y Europa. Dominó al Real en su lucha contra el espejo, es verdad, mas no fue capaz de crear ocasiones reales sin que mediaran errores blancos (el más importante: la salida de Kroos del césped). El bagaje ofensivo del Atleti dio para un penalti absurdo del infame Pepe y un fallo en la marca de Carrasco, que completó la escena de teleserie americana al besar a su novia tras conseguir el empate. El guión parecía escrito para resarcir al equipo del pueblo, pero la Copa de Europa estaba empeñada en romper tópicos. Entre ellos, el de la pegada del Madrid, que antes había tenido el 2-0 hasta en tres ocasiones de la BBC, ayer más bien triple hache, muda por completo.

Con el 1-1, decíamos, el Real Madrid estaba muerto, y sólo faltaba saber quién firmaría la puntilla. Entonces Napoleón Simeone quiso superarse a sí mismo, y ordenó calma. "No cometan errores, tenemos toda la prórroga por delante". El Atlético aflojó la asfixia, y ya nunca retomó el pulso heroico. De todas las renuncias, ésta fue la peor. En el tiempo añadido el Madrid encontró un bastón de roble en Casemiro, y se hizo con la pelota hasta llegar a los penaltis. Allí, Cristiano, en una de las peores actuaciones de su carrera, se reservó el quinto, la gloria y las portadas. Muchos aficionados colchoneros no merecían tanta crueldad. El Cholo, sí. 

Dicen que el fútbol le debe una Copa de Europa al Atleti. Quizá la obtenga el día en que vaya por ella hasta el final. O quizá, simplemente, el día en que enfrente no esté el Madrid.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Un cumpleaños indecente (febrero 2015)

La opinión pública es asombrosa. No tendrá aspectos censurables Cristiano para que las críticas más despiadadas lleguen por celebrar su cumpleaños. En realidad, tampoco merecen demasiado análisis, pues provienen del pensamiento más tiquismiquis, hipocritón y demagogo, esa impostada y regañona postura de denunciar la alegría privada en situaciones en que está solemnemente prohibida. El 4-0 del Atleti, versión futbolera del conocido hit “con la que está cayendo”, nutritivo alimento para este país de monaguillos.
Interesa más el componente simbólico del asunto. Lo bien que sienta el reggaetón a los jugadores del Madrid. Cristiano, que a veces parece un action man con un palo en el ojete, todo él una contractura de pura sobreactuación, se mostraba relajado, ligero, pajarero, con ese punto de frivolidad que le permitiría liderar ámbitos inalcanzables para sus competidores (Messi es un gigante sin carisma, con el domicilio en Babia). James y Marcelo, con dinero suficiente para hacer de su vida un videoclip de Juan Magán, sonreían tímidos cantando, refrendando su (demasiadas veces olvidada) condición de chiquillos, los ojos como platos por el disfrute de lo que no es más que un juego. ¡Hay que reivindicar el madridismo alegre y faldicorto! Se empieza sermoneando y se acaba con Khedira de titular. Quien, por cierto, también estuvo en la fiesta pero no bailó, como no podía ser de otra manera.
Luego está la cuestión sentimental. “Si tú no te enamoras”, cantaba Cristiano con los ojos cerrados. La letra correspondía a un fucker, pero su entonación era profundamente melancólica. Otro juego y otra frivolidad: cantar sobre el amor para huir de él. El que esté libre de pecado… Lo único reprochable es que el artista contratado fuera un loser semidesconocido en vez de un, no sé, Romeo Santos. El reggaetón, el ritmo alegre y la música ligera latinoamericana, además, sirven como metáfora opuesta a ese grano en el culo que nos ha salido últimamente (el Atlético de Simeone no deja de ser lo más agresivo de lo latino, algo casi precolombino; fútbol rudimentario dispuesto a sacrificar rivales en el trono de su dios, la intensidad). Por lo demás, esta deriva laxa del club ha conseguido echar del Bernabéu a los pomposos Ultrasur, y esa ventilación de ambiente bélico y eclesial lo está llenando de chicas. Francamente, no le veo más que ventajas.
En cualquier caso, queda demostrado el componente beatífico de la música para el vestuario. El reggaetón travieso y suavón aplaca las pasiones, vertebra las relaciones, y carece del rotundo significado provinciano en que están atrapados otros, exigiendo un corro de sardana hasta tras ganar el Gamper. Respecto a Ronaldo, desdramatizar su situación le vendrá bien, y la próxima vez que vaya a ver a Cibeles, en vez de berrear, podrá comentarle lo bien que se la ve, y sacarla a una bachata. El Cristiano después del dolor puede ser aún más grande.

sábado, 21 de mayo de 2016

El precio de la objetividad

En contraste con las democracias de mayor tradición, donde los principios que rigen el sistema gozan de una condición extremadamente estable, la joven democracia española ha destacado siempre por la naturaleza interpretable de sus postulados fundamentales. Ni siquiera hace falta un episodio traumático para el cambio de paradigma de los valores, basta con que varíen las modas. Así, en relación a la separación de poderes, durante mucho tiempo se proclamó ufanamente que Montesquieau había muerto. Con el paso de los años, quién sabe si por el espectáculo de la corrupción o por el éxito de las series americanas de abogados, fue calando en el sentido común de la mayoría la importancia de la independencia del poder judicial respecto del político. Y el unánime grito de “¡Regeneración, regeneración!” (no exento de cierta dosis de impostura, pero así funciona la comedia) se hizo verbo en los programas electorales de cualquier partido que quisiera reconocerse como decente.

Bien está. Sin embargo, cualquier persona lúcida debería observar con un punto de escepticismo tales proclamas optimistas. Es posible que determinadas modificaciones legislativas incentiven la objetividad de los jueces, por mor de su independencia. Pero no habría que desdeñar el peso de la inercia cultural contra el que debería luchar este benéfico voluntarismo. En España, no sólo en el estamento judicial, la objetividad carece de prestigio, por más que lo nieguen algunas bocas pequeñas. Ni políticos, ni historiadores, ni letrados, ni periodistas, ni por supuesto opinadores, asumen las consecuencias de una actitud ecuánime respecto a la realidad, es decir, aquella que pretende analizar los hechos al margen de cualquier convicción personal. “La objetividad no existe” es el posmoderno comodín del público, y sirve de refugio a bribones interesados, sectarios y perezosos. Contra esta actitud vital habrían de chocar las reformas, viendo reducida su efectividad.



En realidad, es comprensible. La objetividad supone, ante todo, dificultad. Por el desafío intelectual que supone su estímulo del análisis crítico, por supuesto. Pero también por las implicaciones. En múltiples ocasiones, una actitud imparcial conlleva diferir de los criterios de la mayoría. Y hay que atreverse. La politización de la justicia no es más que una forma algo elaborada de sucumbir a la cálida protección del grupo. Naturalmente, para no contrariar las decisiones colectivas, se necesita mimetizarse y muchas veces renunciar a las propias. Cuando la supervivencia económica depende de esto, la solución al dilema suele resultar sencilla. Y aún existe otra razón, de carácter más psicológico. La objetividad significa cuestionamiento continuo, ausencia de autocomplacencia, y, en última instancia, soledad. Exigua recompensa personal, que pocos alicientes puede ofrecer, más allá de los eslóganes en boga. Al fin y al cabo, la influencia de las modas es enorme, pero siempre culmina con tributos al gregarismo.