martes, 5 de enero de 2016

El Correo Andaluz (I)

Querida P.:

Uno de los tópicos más repetidos en lo referente a las ideologías es que la derecha se ocupa de la gestión de lo real y la izquierda de la proyección de lo deseado. Por eso a la izquierda se le perdonan los fracasos concretos pero no la traición a sí misma, y a la derecha se le perdonan las trampas pero no la falta de eficacia. Por decirlo de una manera más pedante: la izquierda sería el cándido mito y la derecha el sucio logos. Una gana en el terreno fáctico (poder) y la otra en el de las intenciones (legitimidad). Empate perenne, por los siglos de los siglos.

A mí esto me revuelve las tripas, pero parecen ser las normas que todos aceptan. Cuando oigo muchas discusiones sobre política entre derechistas e izquierdistas, observo cómo estos últimos, consciente o inconscientemente, tratan de llevarlas al terreno de la utopía. A veces como artilugio retórico, y otras veces en un ejercicio de abstracción, al pretender discutir sobre principios. Incómodos ante las contradicciones del “ser”, concentran sus esfuerzos argumentativos en el “deber ser”. Y lo hacen porque tienen la íntima convicción (no es cinismo siquiera, ay) de que ese ámbito es su fuerte, y ahí no sólo ganan, sino que se fundamentan. La utopía es, por tanto, la justificación, el suelo fértil, el motor de tantos y tantos izquierdistas de buen corazón.

Por supuesto, todo eso es bullshit.


No se puede ser de izquierdas por mero idealismo. Por muchos motivos. En primer lugar, no tiene sentido luchar en el terreno de lo inalcanzable, por no hablar del infame patetismo que supone trasladar el campo de la pugna hacia el aparente refugio, a falta de mejores expectativas en lo fáctico (no hay nada más ridículamente católico que conformarse con la victoria moral desde el comienzo: “mi reino no es de este mundo”). Pero hay una razón aún más desgarradora. Pese a lo que muchos crean, la derecha no tiene por qué perder la batalla del relato. Si uno observa con detenimiento la utopía de la derecha, es imposible no verse reconocido en ella mucho antes que en la utopía de la izquierda. A saber, esta última propugna una ficción comunitarista en la que el yo se ha disuelto por innecesario. Requiere por tanto de un hombre nuevo, despojado de cualquier inquietud particular que perturbe el reconfortante calor del establo. Ah, la gozosa felicidad del estancamiento. La derecha, en cambio, sueña con lo contrario. Envuelta en pompas de grandeza, pretende estirar al máximo las potencialidades del yo, para, libre de lastres, ofrecer toda la diversidad de la que es capaz lo humano. Detrás de cada travesía, cada descubrimiento, cada obra de arte, cada sinfonía, cada acto épico, se atisba ese deje de vanidad, el sello de la derecha. El individuo como fin último, alcanzando la plenitud por sí mismo. La utopía de la izquierda es no necesitar dios alguno, la utopía de la derecha es ser dios. Ya me dirás qué prefieres tú. Sinceramente, no estoy tan convencido de la derrota de la derecha en el terreno utópico. 

¿Entonces? Ah, cómo sollozan mis amigos de izquierdas. Si hubieran dado la batalla donde tenían que darla. Habrá que echar una mano. Veamos. Frente a todo lo anterior, la derecha tiene un problema fundamental, que desde luego no tiene que ver con inferioridades morales ni con pretendida falta de valores. Su principal contradicción es fáctica: que el realismo es de izquierdas. Porque vivimos en sociedad, porque somos animales gregarios, porque el todo es más que la suma de las partes, porque para generar la riqueza hay que estabilizar lo diverso, porque para medir el mérito hay que inventar la justicia, porque para producir tiene que haber quien consuma. Argumentos terrenales, pura piedra racionalista. Es por eso, y no por otra cosa, por lo que no puedo ser de derechas. Porque su mito es mucho más bello, pero es mentira.

Sigue con salud,


P.