Querida P.:
Uno de los tópicos más repetidos
en lo referente a las ideologías es que la derecha se ocupa de la gestión de lo
real y la izquierda de la proyección de lo deseado. Por eso a la izquierda se
le perdonan los fracasos concretos pero no la traición a sí misma, y a la
derecha se le perdonan las trampas pero no la falta de eficacia. Por decirlo de
una manera más pedante: la izquierda sería el cándido mito y la derecha el sucio
logos. Una gana en el terreno fáctico (poder) y la otra en el de las
intenciones (legitimidad). Empate perenne, por los siglos de los siglos.
A mí esto me revuelve las tripas,
pero parecen ser las normas que todos aceptan. Cuando oigo muchas discusiones
sobre política entre derechistas e izquierdistas, observo cómo estos últimos,
consciente o inconscientemente, tratan de llevarlas al terreno de la utopía. A
veces como artilugio retórico, y otras veces en un ejercicio de abstracción, al
pretender discutir sobre principios. Incómodos ante las contradicciones del “ser”,
concentran sus esfuerzos argumentativos en el “deber ser”. Y lo hacen porque
tienen la íntima convicción (no es cinismo siquiera, ay) de que ese ámbito es
su fuerte, y ahí no sólo ganan, sino que se fundamentan. La utopía es, por
tanto, la justificación, el suelo fértil, el motor de tantos y tantos
izquierdistas de buen corazón.
Por supuesto, todo eso es bullshit.
No se puede ser de izquierdas por
mero idealismo. Por muchos motivos. En primer lugar, no tiene sentido luchar en el
terreno de lo inalcanzable, por no hablar del infame patetismo que supone trasladar
el campo de la pugna hacia el aparente refugio, a falta de mejores expectativas
en lo fáctico (no hay nada más ridículamente católico que conformarse con la
victoria moral desde el comienzo: “mi reino no es de este mundo”). Pero hay una
razón aún más desgarradora. Pese a lo que muchos crean, la derecha no tiene por
qué perder la batalla del relato. Si uno observa con detenimiento la utopía de
la derecha, es imposible no verse reconocido en ella mucho antes que en la
utopía de la izquierda. A saber, esta última propugna una ficción comunitarista
en la que el yo se ha disuelto por innecesario. Requiere por tanto de un hombre
nuevo, despojado de cualquier inquietud particular que perturbe el
reconfortante calor del establo. Ah, la gozosa felicidad del estancamiento. La
derecha, en cambio, sueña con lo contrario. Envuelta en pompas de grandeza,
pretende estirar al máximo las potencialidades del yo, para, libre de lastres, ofrecer
toda la diversidad de la que es capaz lo humano. Detrás de cada travesía, cada
descubrimiento, cada obra de arte, cada sinfonía, cada acto épico, se atisba
ese deje de vanidad, el sello de la derecha. El individuo como fin último,
alcanzando la plenitud por sí mismo. La utopía de la izquierda es no necesitar dios
alguno, la utopía de la derecha es ser dios. Ya me dirás qué prefieres tú. Sinceramente,
no estoy tan convencido de la derrota de la derecha en el terreno utópico.
¿Entonces? Ah, cómo sollozan mis
amigos de izquierdas. Si hubieran dado la batalla donde tenían que darla. Habrá
que echar una mano. Veamos. Frente a todo lo anterior, la derecha tiene un
problema fundamental, que desde luego no tiene que ver con inferioridades
morales ni con pretendida falta de valores. Su principal contradicción es
fáctica: que el realismo es de izquierdas. Porque vivimos en sociedad, porque
somos animales gregarios, porque el todo es más que la suma de las partes,
porque para generar la riqueza hay que estabilizar lo diverso, porque para
medir el mérito hay que inventar la justicia, porque para producir tiene que
haber quien consuma. Argumentos terrenales, pura piedra racionalista. Es por
eso, y no por otra cosa, por lo que no puedo ser de derechas. Porque su mito es
mucho más bello, pero es mentira.
Sigue con salud,
P.